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Xenofobia y xenofilia

La plena integración de la nueva inmigración constituye, sin duda, uno de los más importantes retos a los que nuestra sociedad tiene que enfrentarse. El demagógico oportunismo de aquellos que intentan instrumentalizar a algunos colectivos de inmigrantes en beneficio de sus exclusivos intereses políticos no puede hacernos olvidar que esta nueva inmigración puede y debe ser una muy buena oportunidad de mutuo enriquecimiento, pero también puede acabar por convertirse en una potente bomba de relojería, de consecuencias imprevisibles, con el evidente riesgo de la aparición de una grave fractura social y la consiguiente irrupción en nuestro país tanto de importantes brotes xenófobos como de no menos importantes bolsas de exclusión y marginación social.

No deja de resultar curioso que la por ahora, afortunadamente, sólo incipiente xenofobia de algunos sectores sociales -sin duda, sobre todo de aquellos que sufren ya unas situaciones previas de exclusión y marginación social que pueden verse agravadas por el creciente peso de esta nueva inmigración- tenga su réplica más radical en la concepción aparentemente idílica y sin duda utópica de otros sectores sociales, que tal vez puede sintetizarse en el tópico lema papeles para todos. Las reacciones provocadas por los recientes encierros de centenares de inmigrantes en algunos templos católicos de Barcelona ejemplifican con rotundidad ambas posiciones.

No sólo por su cada vez más importante peso cuantitativo, sino también por sus propias características, en modo alguno equiparables a las de las anteriores oleadas migratorias, esta nueva inmigración requiere la adopción, por parte de todas las administraciones, de un amplio abanico de medidas sociales, económicas, educativas, culturales, sanitarias, políticas e incluso religiosas.

Sólo con la implantación de un complejo plan integral de integración, basado en la correspondiente asunción individual tanto de derechos como de deberes, conseguiremos evitar los graves riesgos sociales a los que nos enfrentamos. A la vista está que las sucesivas legislaciones y sus correspondientes reglamentaciones posteriores no sólo no han contribuido a resolver el problema, sino que lo han agravado hasta límites difícilmente superables.

A diferencia de otros países europeos con una larga tradición de integración de inmigrantes -desde Francia y Portugal hasta el Reino Unido y Alemania, pasando por Holanda o Bélgica-, en nuestro país apenas tenemos experiencias anteriores al respecto. Esto, unido a otros factores -desde nuestra pertenencia a la Unión Europea hasta el imparable proceso globalizador, sin olvidar la creciente implantación de concepciones integristas del islamismo y el consiguiente incremento de la islamofobia surgido de la torticera asimilación de todo lo islámico con la criminalidad terrorista-, dificulta sin duda la adopción de todas las medidas necesarias para convertir la integración de esta nueva inmigración en una gran oporunidad de enriquecimiento mutuo y de auténtico progreso social.

Las actitudes xenófobas, muy a menudo alimentadas por algunas formaciones políticas ávidas de pescar votos en río revuelto, encuentran en otros sectores su oposición, posiblemente también interesada, en lo que -retomando un término utilizado por el escritor uruguayo Carlos Liscano- deberíamos denominar xenofilia. Si la xenofobia es la actitud nacida del odio, la repugnancia o la antipatía a lo extranjero, su antónimo sería la xenofilia o rendición incondicional ante todo lo foráneo, algo así como una suerte de desnaturalizador cosmopolitismo provinciano.

Ambas actitudes han aparecido de nuevo como reacción ante los últimos encierros. Los unos, los xenófobos, lo han hecho desacreditando globalmente a todos los inmigrantes por las reprobables conductas incívicas de algunos de ellos. Los otros, los xenófilos, lo han hecho con su aceptación de estos mismos comportamientos incívicos, exculpados como si en realidad se tratase de unas reacciones lógicas ante unas situaciones desesperadas.

Extrapolando estas actitudes, los xenófobos sólo estarían dispuestos a admitir la presencia en nuestra sociedad de un reducido número de nuevos inmigrantes, siempre que éstos renunciasen a todas sus tradiciones y costumbres y asumieran plenamente las nuestras, como siglos atrás se impuso ya a los españoles de religión judía o islámica, mientras que los xenófilos preconizan una aceptación incondicional y plena de todos los nuevos inmigrantes, sin limitación ninguna de número y con la asunción por parte de éstos de todos los derechos cívicos, pero no necesariamente con la correspondiente aceptación de todos los deberes exigibles a cualquier otro ciudadano.

El más inmediato futuro de nuestra sociedad, como prácticamente el de toda Europa, está ya irremediablemente unido al de la nueva inmigración, una nueva inmigración que presenta importantes problemas de integración, en especial en los casos de los colectivos procedentes de países con unas tradiciones culturales, sociales y religiosas que muy poco o nada tienen que ver con nuestras propias tradiciones, por mucho que rebusquemos en remotos tiempos de pacífica y armónica convivencia multicultural.

Está claro que no se trata de exigir que absolutamente nadie deba renunciar a sus propias tradiciones y costumbres, a sus propias raíces. Tampoco de imponer una nueva identidad común, supuestamente multicultural y en realidad híbrida y desnaturalizada. Simplemente se trata de reivindicar el auténtico patriotismo constitucional nacido de la asunción plena, por parte de cada ciudadano, de los correspondientes derechos y deberes individuales.

En definitiva, se trata de reivindicar la auténtica y más genuina tradición laica y liberal de Europa, la Europa de los ciudadanos, en la que cada persona debe tener iguales derechos e iguales deberes.

Jordi García-Soler es periodista.

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