El fin del sudor sagrado
Un momento capital del fútbol sobrevino cuando los jugadores, al final de los encuentros, empezaron a cambiarse las camisetas. ¿Cómo explicar aquel oprobio, la insoportable traición? El aficionado que se había adherido a los colores de su equipo se veía de repente apartado de la complicidad con su jugador. Ese tipo, en vez de tratar su uniforme como una prenda sagrada, la entregaba al enemigo y, para mayor indignidad, tomaba en sus manos como un valor la prenda pestilente del adversario. ¿Era posible imaginar un distanciamiento mayor entre esos soldados y la tribu? ¿Tomaban, en verdad, el partido como un juego sin trascendencia y, por tanto, saltaban al campo sólo a jugar? ¿Simulaban amor por los colores y no los distinguían? ¿Les había cegado el dinero y ahora nos cegaban la ilusión?
La cadena de malas sensaciones que produjo la práctica de intercambiar las camisetas se correspondía con la evidencia de que el fútbol se nos estaba yendo de las manos. Huía del abrazo pasional del hincha para echarse en brazos del dinero, desdeñaba su carácter simbólico para circular por el mundo trivial del entretenimiento. Porque un aficionado cabal nunca habría visto en los partidos una simple manera de pasar el rato; todos querían pasar a la historia. El cambio de camisetas, en cambio, hizo descubrir brutalmente la transustanciación del futbolista. A nuestras espaldas, de un día para otro, había perdido el pudor y con el torso desnudo desfilaba ante el público con la prenda enemiga chorreante. Nuestro sudor fue siempre sagrado mientras que el de ellos desecho. Sin embargo, cuando nuestro futbolista aceptó intercambiarlos, el sudor perdió enseguida grandeza. Contemporáneamente, las marcas comenzaron a introducir adelantos técnicos para que el futbolista no sudara o sudara muy poco de manera que cada vez más los tejidos de los uniformes se adelgazaron y perforaron anunciando un provenir de elementos ingrávidos y hasta intangibles. La pérdida de valor simbólico ha ido restando tanto peso y densidad que puede ya vaticinarse un día en que las vestimentas sean virtuales y hagan todavía más fácil el intercambio o el quita y pon.
De este preámbulo ominoso se pasa al estado actual de la Eurocopa. Las camisetas ya no se intercambian; no es preciso intercambiarlas. ¿Por qué? Porque los jugadores son ahora los elementos de un canje o circulación continua. Si hace unos años el hincha sufrió el trauma del cambio de camisolas, ahora observa que jugadores de selecciones nacionales que acaban de enfrentarse abandonan las filas de su equipo para abrazar a un componente del bando rival tal como si hubieran vivido el partido representando una farsa y ahora revelaran su auténtica naturaleza. ¿Aman más los jugadores nacionales a los jugadores enemigos y compañeros de club que a la bandera? ¿Se han olvidado de la propia bandera y sólo les importa cierta amistad que les proporcionó un alto contrato mercantil? Si hay una demostración elocuente de las contradicciones nacionalistas y el fin del fútbol simbólico se sitúa hoy en la Eurocopa. Zidane consuela a Beckham por no haberles marcado un penalti, Figo se abraza a Raúl... Los jugadores no son hoy como soldados, sino como actores, elencos del espectáculo, y no por que jueguen espectacularmente, sino porque se comportan como el reparto en una representación, en la ficción de ganar o perder sin más consecuencias que una película de cine o una función teatral. La lucha entre naciones ha decaído y sólo queda como guerra moderna el terrorismo. Es decir, el acto individual de una bandera borrosa y sin el objetivo de defender ninguna patria; sólo dar materias primas a los medios de comunicación.
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