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Columna
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Decepción

El resultado y la participación en las elecciones al Parlamento Europeo han provocado ríos de tinta. Unos están eufóricos, mientras otros se tientan la ropa, en el afán por explicar las consecuencias de una conducta que, como todo lo que no se lleva bien, conduce al fracaso. Cuarenta y siete años después de la firma del Tratado de Roma, que dio lugar a la etapa integradora más ilusionante de Europa, la situación sigue estando tan endeble como al principio.

Los fundadores de los Estados Unidos de Europa sabían que este proceso pasaría por fases de decididos avances y considerables descalabros. Francisco Silvela escribió en un célebre artículo de marcado pesimismo regeneracionista: "donde quiera que se ponga el tacto, no se encuentra el pulso", y proseguía afirmando, "no se oye nada; no se percibe agitación en los espíritus, ni movimiento en las gentes".

Esta situación es la nuestra. Aunque la mayoría de los políticos insista en que casi todos han ganado, esta postura, además de estéril, no puede ser más surrealista. Los ciudadanos no perciben Europa. No la sienten ni la entienden. Los habitantes de la comunidad de países más poderosa del mundo permanecen ajenos a sus intereses y a sus instituciones. Y cuando han ido a votar a sus parlamentarios, lo han hecho motivados por la frívola intención de contrastar, una vez más, las contiendas políticas que causan estragos en su propia casa.

Ha fallado la política de comunicación de la Unión Europea. Ahora que están de moda las organizaciones nada gubernamentales, las fundaciones altruistas y los movimientos para endulzar la vida, sería importante promover la creación de un cuerpo de voluntarios que, con ramificaciones por toda Europa, concienciara a los ciudadanos de que la Unión Europea, hacia la que nos dirigimos, es imparable y no admite alternativas. Los Estados Unidos de Europa son un proyecto frágil. En primer lugar, hemos sufrido deserciones y, al mismo tiempo, en países con mucha solera el espíritu europeísta está en declive. Muy mal se ha vendido la mercancía para que ni los novísimos socios, que han protagonizado la última ampliación, sientan un interés razonable en contribuir a su buen gobierno.

Hubo un tiempo en que la idea de Europa atraía a la mayor parte de los españoles. Era la tierra prometida. Ese épico retorno a Ítaca que Ulises emprendió en la Ilíada. Europa unida y fuerte representaba el bastión frente a la amenaza soviética y a los egoísmos nacionales de quienes se escudan en su neutralidad para desmarcarse en tierra de nadie.

Todos hemos fracasado un poco. De forma más significada, la Comisión Europea, las instituciones comunitarias, el anacrónico Consejo Europeo, los gobiernos nacionales, el gesto insolidario de los vetos y la imperfección de las fórmulas vigentes de representación política. Únicamente han triunfado los enemigos de la consolidación democrática de los Estados Unidos de Europa, con política exterior y de defensa propias. Y también ha ganado tiempo, cuando no la partida, el espíritu atlantista representado por EE UU., que ve el crecimiento del mosaico europeo con recelo e inquietud. El euro no les deja dormir y, en ese desvelo, no están dispuestos a permitir que Europa renazca de sus cenizas.

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