Genes y cultura
Los biólogos han explicado convincentemente que somos genes y cultura. Pero ahora un prestigioso psicólogo americano, Steven Pinker, en su best-seller La tabla rasa, nos explica prolijamente que somos mucho más capital genético que modelización cultural. Lombroso no ha muerto y se nos insiste ahora, ante el puzzle del genoma, en que el asesino psicópata no puede ser reeducado y que cuando salga de la cárcel volverá a matar. Es decir, es un enfermo genético, como quien hereda una tara biológica (Zola ha regresado por la puerta grande). Pero cuando pensamos en el proceso que humanizó al simio, vemos que este salto fue producto de un cambio de comportamientos (¿podemos llamarlo cultura?), que a su vez modificó su morfología. Faustino Cordón lo explicó mejor que yo pueda hacerlo en un hermoso libro elocuentemente titulado Cocinar hizo al hombre. Para esto han inventado los biólogos el concepto de coevolución, el bucle sin fin que ata la cultura a la fisiología, para que avancen hermanadas a lo largo de la cadena de la evolución.
No seré yo quien minimice la importancia de los genes en nuestra conducta, pero si brinco de los ancestros simios en la sabana a la historia política, constato que hemos evolucionado del esclavismo de masas en la sociedad faraónica a nuestra imperfecta democracia actual. Es un salto de gigante que no puedo atribuir a los genes, sino a la evolución intelectual y cultural, al debate de ideas, aunque también a las guerras y revoluciones. Vivimos en un mundo muy imperfecto, pero mejor que el de los viejos déspotas teocráticos. Y ese cambio es una mutación cultural, no un salto genético, que hace sentirme esperanzado ante nuestros debates culturales.
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