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Columna
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Una mesa en la cocina

Tras una compleja mudanza, llena de traslados, residencias provisionales y cierta arritmia económica, el que escribe y su familia han accedido a una nueva casa, una casa más amplia que la anterior; y, como ocurre en estos cambios hogareños, la naturaleza humana se adapta a los nuevos espacios con una facilidad que los convierte en pocos días en algo íntimo y querido.

Pero una experiencia singular se ha producido en la cocina. Notifico el suceso: en la cocina hay una mesa. Las dos viviendas anteriores del que escribe eran muy pequeñas y en ellas la cocina resultaba un espacio diminuto, subordinado al mayor desahogo de otras estancias. La agitada vida de hoy día permite sobrevivir con mínimas cocinas, pero ahora, en la nueva casa, había espacio suficiente como para habilitarla con cierta dignidad. Así que de pronto, de forma completamente inopinada, ha aparecido una mesa en la cocina.

La gobernanta de nuestra tribu familiar se ha traído una mesa de madera nudosa, trabajada por el tiempo, desnuda, sin barniz, una humilde mesa agrícola o rural. Sobre ella hay ahora un mantel rojo, y no sé cómo ha sido, pero de pronto han llegado a casa resabios de la infancia. La mesa de la cocina le trae a uno el recuerdo de una casa grande, donde todo era tan viejo que hasta lo desportillado, lo chirriante o lo definitivamente roto parecía revestido de alguna secreta dignidad. Pero no se trata sólo de recuerdos: también regresa el ejercicio de costumbres ya olvidadas, costumbres que retornan ahora de la noche de los tiempos, de mis tiempos.

La mesa y sus banquetas invitan a pasar en la cocina más tiempo de lo que prescribe la modernidad, como si esto fuera un caserío, o una casona de campo, o un piso desmesuradamente grande. La cocina se ha convertido en el cuartel general de la familia. Sobre ella se practican juegos de mesa, se ojean los periódicos. Ahí se dejan, al entrar, las llaves, las carteras y todos esas menudencias que el peatón carga en los bolsillos durante sus incursiones callejeras. Para la correspondencia diaria la mesa se ha convertido en un depósito: las cartas personales buscan a su destinatario, pero las comunitarias facturas de la luz o del agua se detienen ahí, sobre esa mesa que centraliza el gasto familiar. He comprobado que mi hijo y yo tendemos a pasar más tiempo en la cocina, sentados a esa mesa, cada uno concentrado en nuestras cosas, mientras una olla borbotea sobre el fuego, o suena un transistor cercano, o mientras emprendemos una partida a las cartas o a un ajedrez elemental. En la cocina se puede fumar (somos prohibicionistas en el resto de la casa), de modo que ya tengo otra razón para quererla. En ella, además, los niños pueden dibujar sin sentirse vigilados, sin que un borrón sobre la mesa desencadene protestas o reprensiones. En la cocina, por último, es fácil tomarse un café con leche a media tarde, como un humilde pero placentero proyecto personal, como un deslumbrante triunfo sobre las agitaciones de la vida.

Todo esto trae memorias de la infancia. Gracias a una mesa en la cocina la vida vuelve a gravitar sobre el fogón. Aguardo el momento de revivir otras domésticas escenas y casi percibo la presencia de fantasmas que habitan en mi memoria, anclados al recuerdo de otras cocinas: una anciana rezando el rosario por la radio, la estampa de mi abuela planchando alguna cosa, mi padre preparándose su inhumano aperitivo veraniego (trozos de cebolla cruda nadando en aceite de oliva) que comía de pie junto al fogón.

Todo esto, me parece, tiene un oculto significado. Muchas veces pensamos que cambian las costumbres porque hemos cambiado nosotros, pero quizás la realidad sea mucho más banal: quizás cambian las costumbres porque nos han robado el lento tiempo de la infancia, o porque nos obligan a vivir en apartamentos y no en las viejas casas de otro tiempo. De pronto, una tosca mesa en la cocina me parece un lujo humilde y singular, pero algo todavía mejor: la oportunidad de que la vida recupere, siquiera en algunos momentos, los modos de la infancia, el aroma de otro tiempo, aquel tiempo que, acaso sólo debido a la distancia, nos parece siempre el más dichoso.

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