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Columna
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El nombre de las cosas

Antonio Elorza

Ahora que está de actualidad Confucio, conviene recordar una de sus enseñanzas: la necesidad de proceder a un control adecuado de las designaciones. El buen gobernante ha de determinar de antemano las palabras que debe pronunciar y el acierto en esa fijación de los términos genera un orden virtuoso, en tanto que el desacierto constituye la fuente del caos. Y este criterio resulta plenamente aplicable a quienes hoy se encuentran ante el imperioso deber de aplicar una política eficaz frente al terrorismo. No en vano está en el aire desde hace meses una polémica bastante agria en torno al tema. Aquellos, y aquella, que rechazan toda relación entre el terrorismo de Al Qaeda y su fondo religioso, y que incluso un año después del 11-S seguían poniendo en duda la paternidad de Bin Laden en la matanza, claman contra la islamofobia y el racismo que al parecer serían las consecuencias inevitables de llamar a las cosas por su nombre, o por lo menos de discutir cuál sería el nombre apropiado. Los segundos tropiezan con la barrera de lo políticamente correcto.

Las recientes declaraciones de la nueva directora general de Asuntos Religiosos constituyen una buena muestra del eco logrado por la que calificaríamos de actitud negacionista. También son un indicio de algo que viene lastrando una y otra vez la imagen pública del Gobierno socialista: la incontinencia de algunos de sus miembros a la hora de emitir mensajes públicos que pueden contradecir los de otros componentes del Gabinete. Cuando el ministro del Interior propone una determinada política respecto de los centros religiosos musulmanes, no parece lógico que un director general del ministerio de al lado la descalifique sin más. Si hay desacuerdo, la resolución del mismo concierne al Consejo de Ministros.

La propuesta de la directora general no tiene desperdicio, al rechazar toda pretensión de control sobre los sermones de los imanes. "El control, que lo haga la policía", advierte. La cascada de datos disponibles acerca de las doctrinas integristas transmitidas en algunas mezquitas, y no sólo en España, sino en toda Europa occidental, le parece sin duda algo irrelevante. No hay que tomar en consideración la denuncia efectuada por el sindicato de trabajadores marroquíes acerca de la actuación de imanes wahabíes. El islam en España, nos explica esta notable intelectual y diplomática, nada tiene que ver con el terrorismo. ¡Qué suerte tenemos! Los procesos de preparación en nuestro país del 11-S y del 11-M debieron ser entonces puros accidentes debidos a la casualidad. "Las religiones no dan guerra", concluye. A lo que sería preciso replicar que en cambio sí han dado lugar y animado demasiadas guerras, entre otras la que ahora nos ocupa.

De ahí que su "primera ambición" sea que "no se hable de terrorismo islámico, sino de terrorismo internacional, o de Al Qaeda". Es un deseo congruente con sus posiciones antes expresadas, y, como era de esperar, carente en las declaraciones de la más mínima base argumental. ¿Por qué no "terrorismo islámico" o "terrorismo islamista"? Silencio. No es difícil percibir que la propuesta de etiqueta formulada por Mercedes Rico, "terrorismo internacional", equivale a sembrar deliberadamente la confusión, como si el fenómeno careciera de otra dimensión que la espacial, y, sobre todo, conduce a enmarcar el tema en un ámbito estrictamente policial, como si Al Qaeda fuese una asociación de gánsteres descerebrados. La política antiterrorista debería entonces limitarse a ser una versión actualizada de la Interpol, esto es, a la punta visible del iceberg, dejando de lado todos los procesos mediante los cuales tiene lugar la difusión de las versiones integristas del islam y adquieren apoyo social las minorías activas en torno a Al Qaeda.

Claro que esta firme defensa de la política del avestruz tiene sus ventajas. Si todo va hacia lo mejor en el mejor de los mundos, por lo que toca a las predicaciones y a las enseñanzas del islam, y todo lo que se sabe acerca de la presencia integrista es puro espejismo, una dirección general de Asuntos Religiosos puede y debe olvidarse de toda exigencia de actuación concreta en ese campo. La patata caliente pasa a Interior, al que de paso se advierte que si intenta hacer algo más allá de la acción policial, está emprendiendo una "misión imposible".

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