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Reportaje:Eurocopa 2004 | Portugal-España, un duelo decisivo

Regreso a Lisboa

Figo vuelve al estadio de Alvalade, casi nueve años después de haberse marchado del Sporting, para disputar un partido crucial y rodeado de unos compañeros que le admiran pero de los que prefiere no ser un líder

Diego Torres

Alcochete

Dicen que en febrero, el seleccionador de Portugal, Luiz Felipe Scolari, llevó a Portugal a la psicóloga con la que colabora desde 1998 para que se entrevistase con todos los jugadores. La doctora Regina Brandao, que así se llama, captó 150 características psicológicas e hizo perfiles de 22 de los 23 jugadores convocados. "Los más nuevos fueron los más receptivos", reconoció. Sólo de uno se quedó sin hacer un examen: de Figo, que se negó a ser escrutado.

Recluido en un alcornocal donde pastan los toros y anidan las culebras, en la ribera sur del Tajo, el símbolo de Portugal mastica un partido que le guste o no marcará su carrera. Luis Figo prepara el duelo contra España con más indiferencia que emotividad. A los 31 años, este retiro le pilla de vuelta, erosionado por 17 años de competición y emociones. Con más sentido del deber que pasión. Escéptico. Rodeado de unos compañeros que le miran con admiración y le respetan, pero de los que prefiere no ser un líder. Para Costinha, Ferreira, Carvalho, Pauleta y todos los demás, Figo es el venerable abanderado que partió a tierras extrañas para ganar un prestigio desconocido por otra figura nacional desde Eusebio. Le respetan como a un patriarca curtido y amable. Pero no es su líder. Y mañana, cuando regrese al nuevo estadio de Alvalade, casi nueve años después de haberse marchado del Sporting, tal vez tenga el corazón mucho menos caliente que sus compañeros. Tal vez se emocione menos que sus adoradores. Y el público le gritará: "¡Figo, Figo, Figo....!".

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Lisboa es una ciudad partida en dos mitades. La mitad histórica, donde se levanta la catedral y los barrios viejos, y Almada, la mitad insurgente, industrial, formada por el aluvión de inmigrantes. Allí nació Figo y allí vivió, en casa de sus padres, hasta que se fue al Barcelona en 1996 para convertirse en un mito ausente.

En la cosmogonía lisboeta, Figo heredó al Marqués de Pombal. Un reconstructor implacable y poderoso que se repite en cada esquina por obra del aparato publicitario. Cuando Jorge Sampaio, el presidente portugués, habló de los futbolistas como de "héroes del patriotismo moderno", ninguno encajó mejor en la idea que quería transmitir que Luis Figo, el hombre que encabeza la selección como marca, como sello distintivo de una industria, de un negocio que promueve inversiones de todo tipo: construcción de infraestructuras, carreteras, estadios, servicios, turismo, comercio.

Figo siempre se vio a sí mismo más como un aventurero que como un futbolista en el sentido tradicional. "Los portugueses hemos sido grandes navegantes", dijo una vez, con cierta ingenuidad. Era cierto. Él era el primer exportador portugués desde Vasco da Gama. Como dice el himno nacional: "Héroes de mar, noble pueblo, nación valiente...". Detrás de cada grito de "¡Figo!", detrás de los homenajes que le dedican los aficionados, hay un reconocimiento patriótico. El fútbol, aunque importante, en Figo ya no es lo único que importa. Tal vez, incluso ya importe poco.

"Figo podría jugar en la selección hasta que tenga cuarenta años", dijo Costinha. Respetuoso, el futuro capitán, habló del símbolo con espíritu de político: "Es como Mauro Silva, se puede mantener perfectamente".

Figo podría. Pero la guerra se le haría muy larga. El partido de mañana bien podría ser el de su retirada. Cuando el seleccionador, Scolari, dejó en el banquillo a Couto y Rui Costa, contra Rusia, la gente reunida en el estadio de La Luz miró a Figo como al último superviviente de una saga. El último de la especie que ganó el Mundial Juvenil de 1991, en Lisboa, y que hoy se encuentra esquinado, amenazado por otras caras y otros nombres. Figo resiste en una alineación cada vez más plagada de jugadores como Costinha o el propio Deco, un brasileño al que se ha opuesto por considerar que desvirtúa la identidad nacional que debe imperar en cada selección.

Figo se ha enfrentado a jugadores y equipos que nunca llegó a conocer. Pudo entrar al campo, encarar a un hombre anónimo, desbordarlo, encarar a otro hombre anónimo, centrar; y volver a empezar con la pelota por espada. Desde que consiguió el subcampeonato de Europa Sub-18, con 14 años, ha ejercido su oficio de forma obsesiva y un tanto violenta. Como si en el fútbol no existiesen dilemas intelectuales. Sólo territoriales. Se gana o se pierde, se tiene o no se tiene, se conquista o no se conquista. En eso no es como su amigo Rui Costa, un amante del juego y sus entresijos, un analista de su realidad. Cuando deje el fútbol procurará alejarse de él como quien se aleja de un ejercicio fatigoso, o como quien termina una guerra. Figo encuentra que el juego sólo tiene sentido como excusa para medir su naturaleza interior. Es una demanda pasional, física. Y, como todas las pasiones, se apaga.

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Sobre la firma

Diego Torres
Es licenciado en Derecho, máster en Periodismo por la UAM, especializado en información de Deportes desde que comenzó a trabajar para El País en el verano de 1997. Ha cubierto cinco Juegos Olímpicos, cinco Mundiales de Fútbol y seis Eurocopas.

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