La patria en Hannah Arendt
Hannah Arendt es una autoridad en teoría política de la democracia. Su experiencia de los totalitarismos, por un lado, y el afecto con el que hoy se miran los valores del republicanismo cívico, por otro, explican que esta defensora de un espacio público en el que los seres humanos con todas sus diferencias y pluralidad puedan expresarse y definir reglas de juego comunes, sea una referencia obligada de la reflexión política. En España ya ha habido quienes como Fina Birulés y Manuel Cruz, entre otros, habían llamado la atención sobre su actualidad, pero es Cristina Sánchez en este su libro, Hannah Arendt. El espacio de la política, donde el lector castellano podrá encontrar una exposición sistemática de lo esencial en ella: su pensamiento político.
Para llegar aquí Arendt ha tenido que recorrer un largo camino. Se sabía marginal y marginada -una paria decía de sí misma- por su forma irreverente de despachar el engolamiento filosófico al uso, pese a que frecuentaba compañías tan recomendables como Platón, Aristóteles o Heidegger y no iba con la banda de radicales judíos de la primera Escuela de Francfort (su relación con Walter Benjamin merece capítulo aparte). Pero La tradición oculta revela que nunca se liberó de la cuestión judía. Este libro, una recopilación de ensayos sobre el imperialismo, el sionismo, la culpa y el destino judío en la modernidad, es quizá el más chispeante de los firmados por la autora nacida en Alemania y refugiada en Estados Unidos.
En el trabajo que da el título a la obra, Arendt rastrea los esfuerzos del judío por asimilarse a las pautas de la modernidad. Arendt les rinde honores: "Pusieron en marcha un proceso grandioso: conseguir que los judíos que no tenían suerte de ser tratados como ciudadanos, se propusieran ser seres humanos, individuos singulares, a pesar del entorno ya fuera judío o no judío. La pasión e ingenio que eso comportaba constituía el auténtico caldo de cultivo de la genialidad judía". Estos judíos asimilados, bien representados por Heinrich Heine, tenían tanta pasión por la libertad como la que su pueblo había demostrado por la justicia. Como el proyecto estaba lleno de obstáculos, debido a los prejuicios antisemitas europeos y a la extrema debilidad de partida, había que echarle imaginación para salir adelante, como ese Charlot que sabía recurrir a la astucia humana de un David para dar esquinazo al Goliat de la policía. Chaplin, señala Arendt, lograba la complicidad del pueblo porque a éste no se le escapaba la inconmensurabilidad entre delito y castigo con el que el poder ha tratado siempre al paria. En el pequeño hombre del pueblo la gente veía un caso de humanidad al que la ley persigue en vez de hacerle justicia.
La llamada Cuestión Judía representa la tragedia del judío moderno que quiere serlo pero sin que los demás se lo reconozcan porque esa modernidad es una forma secularizada del cristianismo y el judío, asimilado o no, siempre será sospechoso. Los estudios que la autora dedica a Mendelssohn y Lessing ponen bien en evidencia los precios que la modernidad quiere cobrar al judío para ser moderno: aceptar que la razón viene de Grecia y Roma, pero no de Israel. Moses Mendelssohn llega a reconocer que no hay en la Biblia una sola verdad revelada porque lo que es verdadero lo es por razón y la razón es común a todos los hombres. Revelado, revelado sólo son las leyes dadas al pueblo judío para su organización. Y todavía más: si este paria que viene de fuera y de lejos quiere disfrutar la condición de ciudadano tendrá que renunciar a interpretar su pasado como una fuente inagotable de propuestas críticas sobre el presente. Su pasado, dice Herder, el padre del nacionalismo moderno, le da derecho a ser hoy un pueblo, pero uno más, es decir, uno que canjea toda su historia por un presente emancipado. No hay más modernidad para el judío que la que lleva consigo la negación de todas sus raíces. Había que optar entre ser judío o ser moderno.
Esas exigencias tienen que
ver con el origen del sionismo, último escrito de la edición castellana que sustituye a una célebre entrevista de Günter Gaus (1964) que sí aparece en la edición inglesa y francesa. El trabajo de Arendt está publicado por primera vez en 1945, a raíz de la asamblea sionista de 1944 que decidió crear una patria "que abarcase de forma indivisa e íntegra la totalidad de Palestina". Las críticas de Arendt son de extremo rigor: "golpe mortal a los partidos judíos de Palestina que han predicado la necesidad de un entendimiento entre árabes y judíos", "una política que se basa en la protección de una potencia lejana se gana la enemistad de sus vecinos", "salvar Palestina y a los judíos no será tarea fácil en el siglo XX y es muy dudoso que esta tarea pueda realizarse utilizando las categorías y los métodos del siglo XIX". Arendt, para quien la política es la actividad libre de los ciudadanos, no consigue entender cómo una praxis libre pueda producir un Estado basado en la etnia. Pero quizá el error mayor de los sionistas haya consistido en cortar las raíces que unen a los judíos con Europa, presentándole como un pueblo asiático, despreciando la solidaridad de los pueblos europeos.
Y un aviso a quienes estén tentados, al hilo de sus contundentes críticas, de golpear en el mismo lugar: "Esos deberían tener en cuenta lo extraordinariamente difícil que era la situación de los judíos que, a diferencia de otros pueblos, ni siquiera poseían un territorio desde el que poder iniciar la conquista de su libertad". Han estado solos y lo siguen estando, a juzgar por la insensibilidad política con la que los intelectuales europeos valoran el antisemitismo. Un libro lleno de sugerencias, también crítico y autocrítico, al que la traducción castellana ha privado en algunos casos de matices nada secundarios.
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