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Columna
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Relojes

El reloj de mi cocina está retrasado 8 minutos, pero no engaña a nadie. Él sabe que yo sé que el tiempo fluye entre sus manos con 8 minutos de retraso, así que no hay mala intención en sus indicaciones. Cuando veo que las agujas marcan las 8 menos diez de la mañana, comprendo que hay que terminar el desayuno en 2 minutos para salir a las 8 en punto con la niña camino del colegio. La objetividad del tiempo se llena de chapuzas privadas en las muñecas de los individuos y en las habitaciones de las casas. Sólo podemos sobrevivir con cierta dignidad porque el tiempo público es un río colectivo en el que aprenden a flotar las chapuzas privadas, los remiendos personales, igual que las maderas, los barcos de papel o las pelotas de plástico. Yo pongo sobre el agua de mi cocina un barco de papel cargado con 8 minutos de retraso, y así cumplo el horario previsto, y no llego tarde al colegio de la niña. En este caso no se trata de una argucia, sino de un pacto o un sobrentendido familiar. No me molesto en poner el reloj en hora, porque sé que el reloj no quiere engañarme con sus retrasos. Algunos amigos se relacionan con el tiempo por medio de inocentes trucos personales. Los más tardones adelantan la hora con el deseo de combatir su tendencia a la impuntualidad y los más nerviosos se defienden de la precipitación al retrasar los minutos y las citas en sus relojes de muñeca. Chapuzas, equilibrios, remiendos para que no se rompan las costuras del tiempo o para que no se nos quede demasiado ancho. Pero el retraso de mi reloj de cocina no se debe a un truco, sino al último cambio de pilas. Me equivoqué al poner la hora, descubrí el barco de papel con la carga de los 8 minutos y me acostumbré a su navegación sin peligro de naufragio.

Las trampas personales me las reservo para el reloj despertador. Da gusto saber que está adelantado, oír las primeras noticias del día a las 7.15 de la mañana y recordar que son las 7. El futuro mide entonces un cuarto de hora, 15 minutos de duermevela, sábanas y pereza. Tampoco es que yo quiera engañar al reloj, porque yo sé que él sabe que son las 7 y que no voy a levantarme hasta las 7.15. Correr hacia el futuro no resulta demasiado grave si sólo se intenta aprovechar un poco mejor el presente, ajustar las emociones con la realidad. En eso consiste el trabajo de los escritores, que viajan hacia el pasado o hacia el futuro con el deseo de encontrar un buen acomodo en el horario del presente. Las elegías retrasan y los himnos adelantan, pero nadie engaña a nadie, porque la ficción respeta la sabiduría del presente. Ya sea por un cambio de pilas o por un truco personal, el tiempo movedizo de la ficción no impide la convivencia. Uno sabe que son las 12 de la noche, aunque el reloj marque las 7 de la mañana. Incluso se puede aprovechar la luz de un amanecer imaginado para iluminar las oscuridades de la noche real. Lo peligroso es que adelanten o atrasen los relojes convencidos de la exactitud de sus horas, las agujas que aseguran un tiempo perfecto. Más que en una ficción, el reloj se convierte en un simulacro, y entonces llegamos a los sitios cuando todavía no se han abierto o cuando ya están cerrados. Eso me pasa a mí de vez en cuando con mi reloj de pulsera.

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