Boda real y Constitución
La boda de Don Felipe de Borbón y Grecia y de Doña Letizia Ortiz Rocasolano, Príncipes de Asturias, ha ocupado y preocupado a los medios de comunicación, a grandes sectores de la sociedad y, naturalmente, a las autoridades encargadas de garantizar la seguridad del acontecimiento. Una primera observación destaca sobre todas las demás por su carácter personal, y es que parece evidente que los esposos se quieren mucho, con lo que estamos ante un enlace, antes que nada, por amor. Una segunda, que destaca por su centralidad y su dimensión de Estado, es la importancia máxima del acontecimiento para la continuidad de la Monarquía parlamentaria, es decir, para la sociedad bien ordenada que diseñó la Constitución de 1978.
Naturalmente que, una vez constatada la presencia del amor y de una relación muy profunda, la reflexión sobre el acontecimiento debe abandonar ese campo, así como todos los demás que tanto interesan a la prensa del corazón y a muchos de los espectadores que vieron con entusiasmo el desarrollo de los acontecimientos.
El Gobierno, el Ayuntamiento, la Comunidad de Madrid y las demás organizaciones comprometidas han contribuido con su trabajo al éxito del enlace, que vieron muchos millones de ciudadanos en España y en el resto del mundo.
Me interesa reflexionar sobre la consolidación del estatuto del heredero de la Corona, naturalmente en el marco de la Constitución. En sus palabras, en el brindis al final de la comida, tanto el Príncipe de Asturias como el Rey se situaron escrupulosamente en el marco del sistema constitucional. Los preparativos y la organización respondieron al carácter público y solemne del acontecimiento y los elementos tradicionales, las viejas clases, vinculadas con la Monarquía histórica, mantuvieron un estilo adecuado y, salvo excepciones, destacaron por su discreción y por su prudencia.
Es proverbial la prudencia y el buen sentido de la Casa del Rey y estuvieron aquí a la altura de las circunstancias, controlando el acto con juicio y con mesura. Todas las precauciones estaban justificadas y el buen fin era de gran importancia. La inmensa mayoría de los ciudadanos y ciudadanas siguieron el acontecimiento con interés, sólo limitado por el mal tiempo.
Las actitudes republicanas fueron muy minoritarias y las fiestas paralelas que organizaron fueron escasamente seguidas. Me parece un signo de buen juicio, porque difícilmente las críticas que la tradición republicana mantiene contra la Monarquía y que son relevantes para la Monarquía absoluta y para la Monarquía constitucional, donde el Rey es jefe del poder ejecutivo, se pueden aplicar a la Monarquía parlamentaria, donde el Rey carece de prerrogativa y no es ni legislativo, ni ejecutivo, ni judicial. El Rey es el centro unificador de imputación de las decisiones de los órganos constitucionales del Gobierno, del Parlamento, de los Parlamentos de las comunidades autónomas en algún caso y del Consejo General del Poder Judicial. En esa condición expresa formalmente, con la promulgación y la publicación de las normas y de los nombramientos, la voluntad de quienes deciden. En este caso el refrendo no tiene el sentido tradicional de preservar al Rey frente a cualquier responsabilidad, sino que significa al órgano de decisión al que formalmente cubre el Rey dando el rango y la solemnidad que son exigibles a las altas decisiones de Estado: es la boca que pronuncia las palabras generales desde la voluntad de los órganos competentes. Refrendada la Monarquía histórica con la legitimidad racional que le otorga la Constitución de 1978, el Rey no necesita renovaciones periódicas de esa legitimidad, porque carece de poder. Sin embargo, supone la continuidad del Estado, su permanencia y unidad, y expresa la representación global de España como Estado social y democrático de Derecho. No podemos olvidar su nivel de aceptación en todas las comunidades autónomas, que le permiten una soltura en la comunicación de la que carece, por ejemplo, el Gobierno en muchas ocasiones. Por otra parte, su prestigio internacional puede contribuir al éxito de las relaciones exteriores de España. La torpeza del Gobierno del PP al no utilizar su buen nombre es difícilmente explicable y el nuevo Gobierno la va a corregir, sin duda, por sentido común.
La figura del Rey y la institución de la Corona tienen un apoyo en la Constitución, como hemos señalado, pero no tienen un apoyo democrático. En gran parte su perdurabilidad y su arraigo dependen de ella misma, de su talante, de su comportamiento rigurosamente ajustado a las normas constitucionales y, como dirían los republicanos clásicos, de su virtud y de su defensa sin descanso del interés general. Por eso, el día a día es un plebiscito, la Monarquía es escrutada por todos y hasta ahora con gran éxito en la opinión pública. Esta situación exige un esfuerzo de prudencia, de discreción, un núcleo de buen sentido para saber distinguir, como decía Machado, las voces de los ecos. Mi impresión es que, hasta ahora, el Rey y toda su familia han superado con éxito esas pruebas y que el matrimonio de los Príncipes de Asturias no es una excepción, ni supone una perspectiva diferente.
Sin embargo, existen algunos elementos que pueden suponer un camino poco adecuado para esa necesidad de reafirmación cada día del valor y de la racionalidad de la Monarquía y que han aparecido, o al menos se han hecho evidentes.
Ha habido un planteamiento antiguo y privado de la boda, lo que ha hecho olvidar, a veces, su carácter de Estado. Así, en efecto, la invitación a un numeroso grupo de dinastías no reinantes y su prioridad quizás no haya sido la mejor de las ideas.
De todas formas, a mi juicio, la situación protagonista de la Iglesia católica y la oportunista intervención de la jerarquía en la persona del cardenal Rouco Varela han sido las que han contrastado, por su planteamiento, con el necesario sentido público de una boda de Estado. Con un oportunismo y un protagonismo exagerados y buscados ha planteado en su homilía, al menos, dos afirmaciones que contrastan con los valores constitucionales y con la prudencia y la moderación que son exigibles en estos casos. Habló de la "Monarquía tradicional", demostrando una vez más su desprecio por el sistema constitucional español, que rechaza esa Monarquía tradicional a favor de la Monarquía parlamentaria. Es una continuación de la apelación que hizo anteriormente al Rey para que no olvidase que era "Su Majestad Católica". Estas manifestaciones son signo de la inocencia histórica de la Iglesia y de la consideración de que su "verdad" está por encima de las coyunturales mayorías y de la Constitución, aunque luego apelen a ella cuando les interesa. También, rompiendo uno de los principios claves de la transición como es la superación de la guerra civil, se refirió a las beatificaciones de Juan Pablo II. Así mismo habló de las personas asesinadas el 11 de marzo calificándolas de "fieles difuntos". Fue una intervención inoportuna, con un protagonismo exagerado y con una falta de prudencia, sin querer entender el sentido del acto ni el perjuicio que estaba produciendo al interés general, incluido el de la Monarquía. Es evidente que esas situaciones no pueden continuar, ni esos papeles estelares permanecer ni centrar un acto privado en un sentido, pero muy público en otro, en la ceremonia religiosa de un Estado laico.
Estamos pagando, y eso no es responsabilidad de la Casa Real, una normativa reguladora del matrimonio de corte preconstitucional que contrasta con la tajante afirmación de nuestra Carta Magna de que ninguna confesión tendrá carácter estatal. Es evidente que el Gobierno tiene que restablecer la congruencia, lo que supone modificar los acuerdos con la Santa Sede en algunos aspectos y desde luego en éste. Debe regularse un matrimonio civil obligatorio, que sería el único productor de efectos jurídicos. Naturalmente, las parejas creyentes en la religión católica o en otra de las reconocidas podría posteriormente contraer un matrimonio religioso acorde con sus creencias. La ética pública y la ética privada quedarían claramente distinguidas, se respetaría el carácter aconfesional de nuestro Estado y el pluralismo y la libertad de conciencia. Y también se privaría a los jerarcas de la Iglesia institución de la oportunidad de aprovecharse y de obtener beneficios indebidos como los que en esta boda de Estado han obtenido. Esos beneficios, por cierto, pueden convertirse en maleficios para la Corona si alguien los confunde y los mezcla con estas situaciones. Empieza a aparecer un pensamiento abstracto antimonárquico, poco atento a la experiencia histórica y al papel protagonista de la Corona y del Rey Don Juan Carlos en la pacificación de nuestro país. Es un pensamiento doctrinario y poco matizado y conviene recordar que el pacto sobre la forma de Estado consistió, además de en situar al jefe del Estado como Monarca parlamentario, en un acuerdo tácito entre la Corona y los partidos de izquierda de respeto a esa Monarquía parlamentaria mientras ésta respetase la democracia y la Constitución. Mientras esa lealtad recíproca se produzca creo que está asegurada la continuidad institucional en nuestro país. Nadie debe olvidarlo y sería inicuo que ese pacto no se respetase por una concepción instrumental y un uso oportunista del apoyo de la Monarquía a la causa democrática y constitucional. Hablar en abstracto de la República sin medir las consecuencias es volver a colocar a nuestro pueblo en el salto en el vacío. La prudencia y el sentido común estarán, seguro, presentes para impedirlo.
La boda tenía la enorme dimensión pública de garantizar la continuidad de la Monarquía y de afianzar la confianza de los ciudadanos y de las instituciones en la Corona. La conciencia religiosa de los contrayentes debió situarse en otro foro. Me conformaría con que los Príncipes de Asturias, los protagonistas principales del acontecimiento, no se hayan sentido incómodos o presionados en su conciencia por algún aspecto de la ceremonia. Los dos contrayentes y su amor evidente, en primer lugar, y los intereses del Estado, en segundo, eran los protagonistas necesarios. Todo lo demás sobraba, menos el Estado, que formalizaba jurídicamente ante toda la sociedad una elección de amor y con un claro interés general.
Gregorio Peces-Barba Martínez es catedrático de Filosofía del Derecho y rector de la Universidad Carlos III de Madrid.
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