¿No somos racistas?
Según un lugar común entre nuestros políticos, vivimos en una sociedad que hace gala de una tolerancia modélica, ejemplo de convivencia racial y escenario de proverbial mescolanza cultural. Este ejercicio de autocomplacencia se fundamenta a menudo en el recuerdo de épocas durante las que se produjo cohabitación de cristianos, judíos y musulmanes sobre nuestro suelo, recuerdo que se presenta como el paradigma de la idílica vecindad, obviando el hecho de que esta estampa de postal terminó con la expulsión de los dos últimos colectivos. Este desenlace nos podría dar pie para acometer un examen de conciencia y asumir el diagnóstico que sugiere: somos capaces de ser tan intolerantes y racistas como cualquiera.
Pero no lo hacemos, y nos instalamos en la impostura de creer que por considerarnos a nosotros mismos tolerantes adquirimos esa condición, mientras que desgraciados sucesos, ocurridos en los lugares de nuestra geografía donde mayor es la población foránea, contradicen de vez en cuando este convencimiento desvelando su naturaleza gratuita. Baste recordar como muestra lo sucedido no hace mucho en Santa Fe, donde una concejala dio su beneplácito a una octavilla que proponía el "linchamiento" de los vecinos gitanos, o la vergonzosa petición de indulto por parte del Ayuntamiento de El Ejido, apoyada por todos los partidos en él representados, para dos empresarios convictos de secuestrar y apalear a dos inmigrantes causándoles graves lesiones.
Este tipo de hechos provocan un gran revuelo, e incluso dan lugar a la adopción de alguna medida punitiva pero, una vez calmado el clamor general, se tiende a arrumbarlos en el montón de las anécdotas poco significativas, cuando pudiera ser conveniente valorarlas como síntomas de una propensión subyacente, como un indicio de que somos algo más racistas de lo que pensamos y merecemos una enmienda.
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