Olor a velas apagadas
Era demasiado pedir a los políticos madrileños que mantuvieran su atención tres meses en un asunto. La insoportable levedad de la memoria se acompañaba de un bostezo indisimulable. Al fin y al cabo, somos mediterráneos, qué caramba, gente saludable y alegre.
Demasiadas velas. Mucho calor. Peligrosas, también.
Se han sustituido por un frígido sistema cibernético, donde se congelan los recuerdos. Se manda un mail, y a otra cosa.
Y es que los muertos entristecen. Además su recuerdo exige estar atentos, lo cual no deja de ser un trabajo enorme para el televidente adicto al zapping. Pobres trabajadores de Atocha, llevando la carga de su supervivencia durante ¡noventa días!
Al fin y al cabo no se trata más que de un holocausto, el asesinato de nuestros hermanos en el altar de un dios cruel y ciego, que llaman el grande y el misericordioso. No molestemos a los trabajadores de Atocha, no molestemos a los asesinos ni a sus cómplices. Quitemos los cipreses, porque, oh, gran verdad, no tienen sitio para echar raíces. Olvidemos, que es en el olvido donde se quiere que los españoles seamos maestros. Por lo que a mí me toca, mantendré en mi memoria el brillo de las vidas extinguidas y el olor de las velas apagadas. Con rabia y con orgullo.
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