Fotografiado ante Kafka
FRENTE A la Sinagoga Española de Praga, en un cuidado jardín, hay un conjunto escultórico de gran impacto visual. Una doble estatua. Por un lado, un hombre de talla menuda, con traje ajado y sombrero: Franz Kafka. Por otro, una figura que lo lleva sobre su espalda lo triplica en volumen y es una masa amorfa con un gran hueco, como si hubiese sufrido una metamorfosis. Ante ellas me fotografié ese fin de semana en que viajé a Praga como ganador del concurso de la Colección Clásicos de la Literatura de EL PAÍS para tener un recuerdo de la ciudad y de su más conocido personaje. Kafka está omnipresente en Praga, desde la casa en que habitó, a las oficinas de L'Asicuratrice donde trabajó y los cafés que frecuentaba en la plaza de la Ciudad Vieja.
Pero Praga es mucho más. Es historia, es arte, es arquitectura, es Europa; una parte que ha sufrido mucho; por eso, con su reciente entrada en la Unión Europea, alegra recuperar a unos hermanos injustamente separados.
Praga tiene un encanto especial, en cada calle, en cada plaza, en sus palacios, o en el puente de Carlos, en la catedral de San Vito; en la avenida de Wenceslao, por donde entraron los tanques soviéticos para abortar la Primavera de Praga, en 1968; o en la iglesia de San Cirilo y San Metodio, con las huellas de las balas nazis en su fachada. Con su arquitectura modernista, desde el hotel Europa al palacio Corona o al gran edificio del Centro Municipal; además del Barrio Judío, con sus sinagogas y su cementerio. Y qué decir de sus cervecerías; su gastronomía, sus postres y el strudell. Praga es un sitio adonde merece la pena volver.
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