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Reportaje:

Arrancados del suelo

Un año después de su expulsión, los expropiados de La Punta muestran los síntomas de un profundo desarraigo

Ignacio Zafra

La historia de los expropiados de La Punta es la crónica de un trauma, cuyos síntomas permanecen 10 meses después del último derribo. A Josep Segarra, 81 años, le quitaron una casa de 200 metros cuadrados, rodeada de huerta, levantada hace cinco décadas en el sitio exacto en el que nació. Desde que supo que tendría que abandonarla, asegura, dejó de poder dormir. Se la valoraron en 78.131 euros -13 millones de pesetas- de los que sólo ha cobrado un adelanto. La Administración le ofrece ahora un adosado, de 90 metros cuadrados, con un precio por estabilizar: el año pasado costaba 96.000 euros; hoy está por encima de los 126.000 (21 millones de pesetas), y seguirá aumentando hasta que acabe su construcción, previsiblemente en junio de 2005.

"Pero si esto es una mierda llena de putas y contenedores, ¿para qué lo queréis?"

El insominio es sólo una de las manifestaciones del estrés sufrido durante uno de los procesos expropiatorios más largos y más duros que se recuerdan en la ciudad de Valencia. Cada entrevistado refiere algo: irritabilidad; nerviosismo; crisis de ansiedad; melancolía; agudización de enfermedades previas. Hablan de casos de claustrofobia, de trastornos paranoides, y dan un dato: al menos 11 de las 295 personas que vivían en La Punta a principios de 2003 han muerto, según la Unificadora, asociación vecinal de La Punta.

Algunos, como Salvador Segarra, dicen haber sufrido un profundo "cambio de carácter". Su tío, Josep, recuerda que cuando fue junto a su mujer e hija al médico, éste les encontró tan deprimidos que "no sabía por dónde tirar"

El rastro de los expulsados es difícil de seguir. En su lenguaje, tras la deportación llegó la diáspora, que los esparció por Natzaret y Pinedo, Monteolivet, Castellar, y también por Paiporta, Algemesí, Vilamarxant, Gandia, Oliva, Canals...

Acogidos generalmente en casas de familiares, han pasado de vivir en amplias alquerías a compartir pisos, plantas bajas, chalés en el mejor de los casos. Echan de menos el espacio; vivir en la naturaleza; decenas de objetos que han perdido; la calma; los vecinos; sus animales; la tierra arenosa; la brisa en el tórrido verano. Agustín Belenguer vive hoy con dos hermanos, su cuñado y su sobrina en un piso de tamaño medio del barrio de Natzaret, y añade: "Allí no tenías que preocuparte por llevar camisa o las manos limpias. Ibas como te daba la gana y siempre tenías algo que hacer, no como ahora, que dices: 'Pero, ¿qué hago, qué hago?".

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Josep Segarra y su mujer viven hoy con su hija en un piso de Pinedo, cerca del cual tienen un campo pequeño, menos fértil que el de La Punta, y amenazado por una nueva expropiación.

Muchos de los afectados prefieren no hablar del tema. "Tienen la sensación de haber luchado mucho más y durante más tiempo del que nunca pensaron que lo harían. Y tienen también la sensación de que no sirvió de nada. De que lo arrasaron todo y de que el movimiento de solidaridad generado en torno a La Punta se diluyó y se quedaron solos. Pero, ¿cómo lo íbamos a parar si un país entero trató de frenar una guerra y no lo consiguió?", dice una vecina que reclama anonimato.

No es la única. Con motivo o sin él, todos los entrevistados hablan de miedo a "represalias". En parte porque no han cobrado todavía, y en parte porque están apuntados en una lista para acceder a los adosados -casas de poble en palabras de la Administración- que se están levantando en el margen norte de la Zona de Actividades Logísticas (ZAL), lindantes con el barrio de Natzaret.

La causa de este temor, y de su propio trauma, lo atribuyen no tanto a la expropiación en sí cuanto a la forma en que se hizo.

La empresa de comunicación contratada por el consorcio de la ZAL hace hincapié en la especial "sensibilidad social" que presidió un proceso "que siempre es doloroso". La venta preferencial a los afectados de las casas de poble -"un añadido al que no obligaba la Ley"- a precio de VPO, sería el mejor ejemplo de ello.

Con sólo oir hablar de "sensibilidad social", sin embargo, los expropiados se sublevan. Los métodos utilizados por la Administración, aseguran, incluyeron "violaciones de los derechos humanos", "amenazas", "chantajes", "brutalidad". "Nuestro pecado", dice otra vecina, "fue que nos organizamos y les plantamos cara. Eso no nos lo perdonan".

Salvador Segarra pone un ejemplo: "Un día, mi tío Josep, mi mujer y yo estábamos junto a la casa cuando nos rodearon seis furgonetas de policías antidisturbios con máscaras, cascos, y armados hasta los dientes. Seis furgonetas rodeando a un matrimonio de 80 años, a mi mujer y a mí. Nos trataron como a terroristas porque no les facilitamos la expropiación. Que te pateen en tu casa, que te saquen así de la tierra que han trabajado tus abuelos, hace mucho daño".

Parte del problema, señala una fuente con experiencia en el campo de la expropiación, radicó en la "prepotencia" con la que actuaron los encargados del proceso: SEPES, empresa dependiente del Ministerio de Fomento.

Una opinión que comparte Ferran Gregori, responsable de territorio de la Unió de Llauradors: "SEPES entró como un elefante en una cristalería, usando los mismos métodos que en Madrid. Pero allí todo es diferente. Las tierras que rodean la ciudad son propiedad de grandes compañías, y las expropiaciones tienen para ellas un carácter empresarial; juegan a subir el precio todo lo que pueden. SEPES vino a provincias sin preocuparse del sentimiento y la vinculación que tiene aquí la gente con la tierra. A algunos expropiados les decían: 'Pero si esto es una mierda llena de putas y contenedores, ¿para qué lo queréis?"

Pasado y presente del lugar que un día fue La Punta

Pocos textos hablan de La Punta. Los que lo hacen, rara vez dan más que una escueta descripción de lo que fue antes de las expropiaciones: un pedazo de huerta que se extendía desde el barrio de Natzaret hasta la pedanía de Pinedo. Regada por aguas residuales de Valencia y con una tierra rica en arena, La Punta podía ser fertil pero no era ningún paraíso agrícola: Los hermanos Agustín y Luis Berenguer recuerdan que antes de que el puerto tapara la playa de Natzaret, el mar inundaba los campos los días de temporal, arruinando las cosechas. Y Salvador Segarra cuenta que el aire arrastraba tanto salitre que formaba una película en las ventanas.

Pero La Punta tenía algo. Si, por ejemplo, se hubiera preguntado a sus habitantes por Josep Segarra, uno de los vecinos más antiguos, nadie hubiese sabido contestar, porque en La Punta los apodos, els mal noms, sustituyeron a los nombres hace muchas generaciones. Josep Segarra era en realidad el tío Lluesma, y cerca de él vivieron la fiscalera, els citreros, o el rus. Este último, beato irreductible, es una prueba de la sorna característica de la zona.

La Punta ya no existe. En su lugar hay hoy una llanura de tierra compactada que, en ciertos puntos, parece un campo de fútbol monstruoso y amorfo. Una de las cosas que más duele a los expropiados es todo lo que han tenido que abandonar. Como dice una vecina, uno puede poner los libros en cajas, pero "¿dónde metes una mula mecánica?", ¿cómo empaquetas una forma de vida?

La ZAL: necesidad objetiva o mera opción política

La defensa de la Zona de Actividades Logísticas (ZAL) empieza por los avances tecnológicos. Producto de ellos, los buques tienen cada vez menos necesidad de repostar, y escogen con sumo cuidado los puertos en los que hacer escalas. De no ofrecer ventajas comparativas, asegura la Autoridad Portuaria, Valencia podría quedar fuera de los circuitos comerciales. Y ahí es donde entra en juego la ZAL. Su función no es almacenar contenedores -que irán probablemente al polígono de Riba-roja-, sino "dar valor añadido" a las mercancías descargadas. Marta Villalonga, de la empresa pública VPI Logística, pone el ejemplo de una conocida marca de ropa española, que podría utilizar la ZAL para etiquetar prendas, y como centro desde el que redistribuir el género a los puntos de venta. Para atraer a las empresas se requieren buenos accesos; espacio para naves y oficinas; servicios, como hoteles, cafeterías, tiendas...

Una crítica repetida es que las compañías que se asienten allí llegarán a una zona dotada de todo tipo de servicios, beneficiándose de unas plusvalías que no han colaborado a generar. La oposición ha objetado también que hubiese sido mejor potenciar el eje Valencia-Sagunto antes que asumir un ilimitado crecimiento del puerto de la capital. Fuentes con experiencia en expropiaciones consideran improbable que, en su rechazo a esta idea, los gobiernos autonómico y municipal hayan pasado por alto el hecho de que Sagunto haya sido tradicionalmente un feudo socialista.

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Sobre la firma

Ignacio Zafra
Es redactor de la sección de Sociedad del diario EL PAÍS y está especializado en temas de política educativa. Ha desarrollado su carrera en EL PAÍS. Es licenciado en Derecho por la Universidad de Valencia y Máster de periodismo por la Universidad Autónoma de Madrid y EL PAÍS.

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