_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Monarquía, ¿para qué

Antonio Elorza

En principio, la boda entre don Felipe de Borbón y doña Letizia Ortiz parecía destinada a conciliar la forma monárquica y el contenido republicano. El casamiento por amor, al hacer saltar un tabú tras otro respecto de las tradicionales bodas de la realeza, hubiese debido mostrar que en definitiva la institución monárquica era capaz de asumir plenamente los valores y los símbolos propios de las democracias. Con la reforma de la Constitución a la vista, la única duda, de cara al futuro, residía en saber qué iba a quedar de la tradición monárquica si una princesa primogénita, fruto del actual enlace, contrajera matrimonio con el señor Pérez, agente de seguros, o con el delantero centro de un club de fútbol. Ante ese "ir al pueblo", ¿no sería más razonable la elección?

La forma en que ha tenido lugar el enlace ha servido para adelantar ese debate. La Princesa era republicana por su trayectoria biográfica, pero en la boda esa dimensión fue literalmente engullida por un ceremonial y una presentación que remitían a épocas ya olvidadas. Únicamente el gesto de felicidad del Príncipe humanizó el episodio. Como consecuencia, los efectos del enlace sobre los líderes de opinión, y el conjunto de la sociedad española, han generado una inesperada polarización. Por una parte, está la avalancha de mensajes de exaltación en los términos más rancios, con los programas de televisión y los periódicos de Corte convertidos en reproducciones casi clónicas de ¡Hola! Por otra, una reacción negativa en distintos sectores sociales, sin acceso a los medios, pero muy viva en el boca a boca. Y con una expresión minoritaria en artículos como el de Vicenç Navarro. Desde este punto de vista, la boda ha servido para confirmar que la forma de gobierno idónea para una democracia en el siglo XXI es la República y no la Monarquía. Otra cosa es, a mi juicio, que por muy conservadoras que hayan sido sus posiciones, la Corona tenga todavía entre nosotros un importante papel que jugar, como lo hiciera durante la transición, en cuanto factor de equilibrio y símbolo de la continuidad del Estado.

Algunos de los principales protagonistas de la representación han sido los primeros en propiciar el efecto bumerán. Aunque ellos lo ignoren, la Monarquía española no es la británica y, en consecuencia, hubiera sido preciso un mayor cuidado a la hora de reinventar esta tradición. Se olvidó que la personalidad de la novia ofrecía una baza excelente para arrumbar la escenografía de cartón piedra, propia según dice una buena amiga de quienes son los últimos parásitos, y buscar la fusión con una sensibilidad popular además recién golpeada por el 11-M. Las invitaciones cursadas para la ceremonia a representantes políticos y de distintos sectores sociales sólo sirvieron para forzar una penosa exhibición de trajes de diseño, de altísimo precio y casi siempre de dudoso gusto, por no hablar de las pamelas, dentro del afán general de sumisión a un espíritu de Corte mal asumido. Lo de menos es que una señora pareciese un remedo del Corsario Verde o que Trinidad Jiménez luciera con garbo su diseño futurista: cuenta el despliegue de consumo ostentoso, especialmente en gentes de la izquierda, despreciando, como me hacía notar otra vieja amiga, el contexto de desigualdad social y de tragedia mundial en que se desarrolló el espectáculo.

Tampoco fue adecuadamente resuelta, desde el ángulo de nuestra democracia, otra contradicción. Puestos a elegir entre la propensión dinástica y la concepción del Rey como vértice del Estado democrático, la primera se impuso, con lo cual tuvimos en la ceremonia, al lado de monarcas de verdad, una serie de representantes de dinastías depuestas, poco compatibles con las democracias a las que estamos asociados en Europa. Menos mal que los presidentes iberoamericanos rehusaron venir. Y la boda no era una cuestión privativa de la Corona, sino del Estado, de todos los ciudadanos y contribuyentes. ¿Qué sentido tenían las presencias de una supuesta casa real de Aosta, de un señor que se pretende sha de Irán o la titulación de reyes mantenida para quienes ya no lo son? La Monarquía se adentró de este modo, menos mal que por un día, en el terreno de la ficción arcaizante, poco adecuado a la función política que todavía debe desempeñar en España. Porque la transición no ha terminado.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_