De lo efímero y lo plúmbeo
Estamos de enhorabuena. Hete aquí que el Fórum nos propone una reflexión sobre la condición humana. No obstante, somos de la opinión de que la reflexión siempre debe empezar por la autorreflexión. Así que nos ponemos ambiciosos y nos acercamos hasta la exposición del Museo de Historia de la Ciudad, a ver si podemos vernos a nosotros mismos. Porque de eso se trata, de buscar espejos que nos devuelvan nuestra imagen. Entender, en definitiva, de qué va todo esto del ser, el estar y demás interrogantes. Y es que la condición humana no es moco de pavo. La evolución ha tenido a bien darnos a los homínidos esa oportunidad -la humanidad-, para que hagamos uso de ella según nos parezca oportuno. Y ahí está el quid del asunto. Porque, ¿a ver qué hacemos? Hasta el momento hemos estado muy entretenidos en ocuparnos y preocuparnos por la muerte, el más allá, el amor, las pasiones y, últimamente, en pagar el alquiler. ¿Hasta cuándo el planeta Tierra va a poder soportar tanta algarabía y tanto cachondeo?
Antes, cuando el diálogo fracasaba, las diferencias se dirimían a pedradas. Como diría un castizo, ¿si puede solucionarse a hostias, por qué recurrir a las palabras? Ahora, en cambio, con esto de la globalización, cuidadito con las diferencias de opinión que nos vamos todos a tomar por el agujero negro. El más allá, o sea. De esta guisa, hoy en día ¿quién se atreve a pontificar sobre el más allá, aparte de don Fraga Iribarne? ¿Cuántas cosas no habremos hecho, cuántos cuentos no nos habremos inventado para conjurar nuestros miedos? Si hasta Ismael y su Banda del Mirlitón fueron una emergencia de la especie contra el aburrimiento mortal de toda una generación, los sábados por la mañana. Ése fue nuestro primer aprendizaje sobre la muerte, que podía llegar por aburrimiento. Sólo al cabo de los años descubrimos que también se muere de una guerra civil. Y que los muertos reaparecen pero no resucitan. Muertos aburridos de tanto olvido. Y es que morirse, ya se sabe, da pereza.
Así pues, cabizbundos y meditabajos por lo que vemos en cada espejo que se nos cruza por la calle, nos internamos en una exposición que muestra sentimientos y violencias, ángeles y demonios, madres e hijos... A los padres no se les ve por ninguna parte, a no ser que sean los sátiros que persiguen ninfas. ¡Y a nosotros que nos caen bien estos señores! Vemos dioses de pega y autómatas, clavaditos al vecino del cuarto derecha. Rostros de tiranos y de iluminados, igualitos a nuestro inspector de Hacienda. Ídolos paganos y alegorías de toda clase, como esos santos de yeso ante los que se oreaban nuestras abuelas. ¿Nos reconocemos? Pues, hombre, así a primera vista todo resulta familiar. Sí, somos nosotros. Como decían los griegos, somos los efímeros -nombre con que se designaba a los seres humanos-. Efímeros y plúmbeos, dándole al magín para entender alguna cosa de nosotros mismos. Quizá ésa sea la razón de que, al salir del museo, uno tenga la sensación de no haber resuelto nada. El hombre y la mujer vienen del mono (aunque algunos parece que vuelvan). Hemos cambiado de peinado, nos hemos depilado las cejas y ya no correteamos en cueros detrás de la parienta blandiendo un garrote. Pero, por lo demás, tampoco hay muchas novedades. Seguimos sufriendo, gozando, llorando, masacrando al enemigo, obedeciendo al poderoso, rezándole a una estatua y dando sablazos a los amigos. Y es que Barcelona y yo somos así, señora.
Accidents Polipoètics son Rafael Metlikovez y Xavier Theros.
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