El que no se marchita
En un país de místicos retóricos y pintores quietistas que trabajan como máquinas, la muerte de Claudio Rodríguez hace cinco años supuso una catástrofe: la desaparición del último poeta inocente, que no es lo mismo que ingenuo. Pocos poemas tan trabajados como los suyos. No había cumplido veinte años cuando irrumpió en la historia de la poesía contemporánea con un libro fulgurante: Don de la ebriedad (1954). Lejos de balbuceos juveniles, allí ya estaba entera una voz que -partiendo de la contemplación de las cosas concretas- alcanzaba una unión inaudita entre la forma y el fondo, esa vieja quimera de la literatura. A aquella primera entrega luminosa y celebratoria le siguieron cuatro títulos más -Conjuros (1958), Alianza y condena (1965), El vuelo de la celebración (1976) y Casi una leyenda (1991)- y once poemas destinados a formar el interrumpido Aventura, a cuyo análisis dedica Ángel Rupérez las últimas páginas de un prólogo que tiene más de ensayo de interpretación que de introducción propiamente dicha. Poemas como Brujas al mediodía , En invierno es mejor un cuento triste, Ajeno, Dinero, el irrepetible Lo que no es sueño o Porque no poseemos -"Qué mirada / oscura viendo cosas / tan claras"- servirían, por no salir de Alianza y condena, tal vez su mejor libro, para hacer de su autor el mayor de las últimas décadas. Un poeta cuya obra no se marchita, alguien que sabía la diferencia entre ser domado y ser derrotado, alguien que supo conjugar con toda naturalidad los vuelos de la imaginación con el mísero polvo del camino; sentidos, sueño, razón y sentimiento. Pocas veces pondría uno por alguien las dos manos en el fuego.
ANTOLOGÍA POÉTICA
Claudio Rodríguez
Espasa. Madrid, 2004
240 páginas. 9,75 euros
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