Un mundo en una orquesta
La Orquesta Mundial de Juventudes Musicales (OMJM) nació en 1970, y residió en su primera fase en Canadá. Sus 34 años de historia son ya leyenda. Inspiró una forma de hacer cuyo modelo ha sido retomado por numerosas orquestas de jóvenes, y siempre con un éxito tan arrollador que uno se pregunta si no sería conveniente que las orquestas profesionales se interroguen sobre ello. En nuestro país, por ejemplo, la Joven Orquesta Nacional de España (JONDE) acaba de cumplir los veinte años haciendo gala de una asombrosa vitalidad. Y tras ella han nacido en torno a una docena más en comunidades autónomas con felices resultados. ¿Qué hace tan especial a este modelo? Se trata de juntar a un número suficiente de músicos jóvenes con un puñado de profesores en encuentros periódicos en los que estudian y trabajan en régimen generalmente de internado, y tras el encuentro, una serie de conciertos o una gira. El resultado no sólo es pedagógicamente deslumbrante (hoy es reconocido que esta cantera ha transformado el paisaje orquestal español), es que los conciertos alcanzan un nivel que compite profesionalmente con los mejores colectivos y ha atraído como un imán a los directores más célebres. Pero si el modelo es simple, debe haber otro secreto, y éste no es otro que la juventud y sus valores.
Y a través de este secreto,
la historia de la OMJM nos conduce a uno de los movimientos culturales más impresionantes del siglo XX en Europa. La historia comienza en Bruselas en plena ocupación alemana (1940). Un hombre iluminado, Marcel Cuvelier, director de la Sociedad Filarmónica, busca una fórmula para sacar del marasmo las actividades culturales sin implicarse en la "normalización" nazi. A base de tanteos, y sin perder de vista el vitalismo del movimiento boy scout, sueña con una serie de conciertos "por los jóvenes y para los jóvenes". El éxito desborda las expectativas gracias a una red de miembros que hacen del militantismo musical un auténtico remedo de la acción social que el ejército ocupante no les tolera. Tras la guerra, la semilla está echada y en fecha tan temprana como 1946, Bélgica y Francia fundan conjuntamente la Federación Internacional de las Juventudes Musicales y Cuvelier constata con emoción mal disimulada el resultado: "La actividad de las juventudes musicales comprende, aparte de las reuniones de las organizaciones, un trabajo de prospección, de elaboración de programas, la redacción y la organización de una revista local, una revista nacional, un boletín internacional, la organización de audición de discos, la organización de una coral de jóvenes, de una orquesta de jóvenes, la organización de intercambio de tutores y de jóvenes entre ciudades, regiones y países, la emisión de audiciones radiofónicas locales, nacionales e internacionales, la organización de congresos nacionales e internacionales...", una actividad tan frenética y exitosa que musicaliza el continente a la par y a veces antes de que se reconstruya.
El fenómeno de las juventudes musicales excede de este comentario, pero ya vemos que en el relato de Cuvelier aparecen grupos musicales como parte del movimiento, y así en plenos años cincuenta vemos a todo un Hindemith dirigiendo a una orquesta internacional como antes lo había hecho su primer mentor, Ígor Markevich, aquel mítico director fundador de orquestas cuya esfera de actividad llegó hasta la creación de nuestra Orquesta de la RTVE.
La orquesta mundial es he-
redera de todo esto. En sus 34 años de existencia ha sido dirigida por nombres que ya son parte de la historia de la música del siglo pasado, Bernstein, Mehta, Masur, Menuhim, Marriner, Baudo..., algunos de ellos llegaron a pasar por sus filas antes como músicos de atril. Josep Vicent, su actual heredero, cuenta con agrado que el gran Zubin Mehta fue contrabajista en esta orquesta diez años antes de convertirse en su director, y que él mismo fue su timbalero hace diez años, por lo que la coincidencia contiene un simbolismo casi premonitorio.
Lo que diferencia a esta Orquesta Mundial de Juventudes Musicales de todas las que la han sucedido es, justamente, ese carácter mundial. Reúne a jóvenes de más de cuarenta países, tantos como afiliados a la Federación Internacional de Juventudes Musicales, lo que la convierte en un instrumento de intercambio prodigioso. Han actuado en los programas de los Juegos Olímpicos de Múnich (1972), Montreal (1976) y Barcelona (1992); estuvieron presentes en el 750º aniversario de la fundación de Berlín (1987), impregnándose casi del clima que desembocaría en la reunificación de la ciudad y el país; volvieron a Alemania en 1998 para recordar el 350º aniversario de la Paz de Westfalia; y un año después no faltaron a la cita de Varsovia que recordaba el inicio de la Segunda Guerra Mundial; en 1998 estuvieron presentes en los actos del cincuentenario del Estado de Israel, y aún está fresca su gira por Croacia, Bosnia-Herzegovina, Eslovenia, Macedonia y Yugoslavia en 2000. Todo ello la ha llevado a ser condecorada en 1996 con el título "Unesco-Artistas por la Paz".
Su anclaje en Valencia tiene una importancia simbólica formidable y hay que aplaudir el trabajo de preparación de esta residencia a los que han pilotado el proyecto, el músico alicantino Josep Vicent, próximo director artístico permanente, el gestor y diplomático Juan José Herrera de la Muela, el apoyo de Juventudes Musicales de España y, desde luego, la propia comunidad de Valencia que confirma así su vocación de locomotora musical del país.
En el proyecto presentado, Josep Vicent hace hincapié en la necesidad de que el rostro de esta orquesta sea mundial, es decir, que se comprometa con una mundialización de un repertorio musical que sigue pecando de europeísmo. Y es posible que existan pocas personalidades capaces de soñar con tal diseño, sus constantes miradas a África, Asia y América son el mejor antecedente de que Vicent busca una renovación integral; si sus modelos de conciertos así lo testimonian, es lícito esperar que su campo de visión sea el de crear una institución digna del siglo XXI.
Puede que sea mucho soñar, pero es un sueño que coincide con los anhelos más profundos de un movimiento que en plena devastación de la última guerra mundial imaginó que la música podía curar las heridas más terribles que la humanidad se había inflingido. Un sueño que, como el mago encerrado en la lámpara, yace embutido en los límites de una orquesta.
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