Diario
"SUPONGA", LE DIJE, "que un día nos rescatan. ¿No lamentará no llevar con usted al regreso algún tipo de diario de estos años de naufragio para que todo cuanto ha pasado no muera en el olvido?". Tal es lo que le espeta al mismo Robinson Crusoe en su mítica isla perdida, otra sobrevenida náufraga, de nombre Susan Barton, de cuya existencia no teníamos noticia hasta leer la novela Foe (Mondadori), de J. M. Coetzee, que es quien inventa esta nueva perspectiva perpendicular, no sólo para reescribir la ficticia historia del más célebre náufrago solitario, sino, sobre todo, para, a través de esta nueva versión enredada, plantearse la razón de ser de la literatura. Algo básico al respecto ya queda adelantado en el comienzo antes reproducido de la parrafada que la tal Susan Barton le dirigió al más bien lacónico Robinson, pero, ante la escéptica reacción de éste, sigue con su perorata aduciendo nuevos móviles en defensa de preservar la memoria personal a través de la escritura, entre los que sólo destacaré el de la importancia de retener esos mil pequeños detalles triviales, que hoy quizá puedan parecer carentes de importancia, aunque en ellos resida, no sólo la clave de su futura verosimilitud, sino lo más íntimo, singular e intransferible de una historia narrada.
Por lo demás, esta Susan Barton, que, según Coetzee, incita a Robinson a escribir, se nos presenta como una aventurera, de incierto pasado, con algunas trazas semejantes a las de Moll Flanders, la protagonista cuyo nombre da título a la segunda novela más famosa de Daniel Defoe (1660-1731), con lo que así repentinamente nos encontramos zambullidos en el sorprendente diálogo entre dos héroes de ficción de dos novelas distintas, a los que se acaba uniendo el propio autor de las mismas, el cual, a su vez, hace como de ventrílocuo de su colega surafricano, nacido casi tres siglos después. Comprendo que este cruce de voces a través del tiempo, real e imaginario, puede dar la impresión, al menos en mi precipitada síntesis, de un inextricable lío, pero no sólo no es tal la sensación cuando leemos la novela Foe a causa de la bien curtida maestría narrativa de Coetzee, sino que, haciendo nuestras las cuitas de éste sobre por qué escribe novelas, nos planteamos nuestro propio destino como escritores; esto es: como sujetos de ficción, en lo que se incluye nuestra capacidad de identificarnos con los protagonistas de novelas escritas por otros, pues, en el fondo, autores o lectores, todo lo que nos puede pasar cabe en un libro.
La escritura es el prodigioso invento capaz de cifrar la memoria de nuestras palabras y de nuestros silencios, pero también es la plataforma musical donde se apoyarán las palabras aún no inventadas, que irán surgiendo al hilo de nuevas experiencias hasta el momento desconocidas, mientras dure ese sorprendente naufragio, siempre recomenzado, de la existencia humana. Es bueno que, para recordarlo, tengan una novelesca conversación, salvando la distancia del tiempo y de la delgada línea roja de lo real, dos criaturas de ficción y un par de novelistas.
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