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El comienzo de todo

Todo comienza en la mente humana. Todo comienza cuando los seres humanos sienten un desprecio profundo por sus enemigos. Un profesor de algo que los norteamericanos llaman escritura creativa y de una ciencia un poco más concreta y tangible, historia de la fotografía, escribe en la prensa de Nueva York sobre las fotos que salieron de la prisión de Abu Ghraib. Después de diversas consideraciones, llega a la conclusión de que son fotos de trofeos, como las de un pescador que coloca un pie sobre un delfín gigante o un cazador que exhibe la cabeza de un tigre o un venado. La mujer soldado y el sargento que levantan los dedos pulgares, con caras estúpidas de triunfo, frente a una pirámide de prisioneros iraquíes desnudos, podrían calzar con ese tipo de imagen. Pero el profesor, el especialista en escritura y en historia de la fotografía, agrega otro elemento de juicio y sugiere otra comparación más inquietante. Las escenas de Abu Ghraib, escribe, le hacen recordar viejas fotografías, muchas veces convertidas en tarjetas postales, de la América profunda de los años veinte y treinta: son imágenes borrosas de linchamientos, practicados en la mayoría de los casos por el Ku Klux Klan. En un primer plano aparece un negro colgado de un árbol o quemado vivo, mientras más abajo hay caras blancas agolpadas, excitadas, obscenas, que se ríen y muestran la cámara.

Parece que la historia cambiara con excesiva lentitud, o que no cambiara en absoluto. Pero hay que analizar el tema con más cuidado. El racismo antinegro y antiindígena, de hecho, en la práctica e incluso en la conciencia, ha disminuido de una manera más rápida, por lo menos de acuerdo con mi observación directa de esta evolución, en América del Norte que en muchas regiones de América Latina. Aunque no nos guste admitirlo, somos más racistas nosotros, o la gran mayoría de nosotros, que ellos. En el Washington de 1958 los negros ancianos, las negras embarazadas, les dejaban sus asientos en un bus o en un tren a jóvenes estudiantes blancos de las universidades cercanas. Ahora, para el que tiene un poco de memoria, se ha producido un cambio radical: la escena washingtoniana, el ambiente en las más altas esferas, han sufrido un cambio que nadie habría podido imaginarse a fines de la década del cincuenta o a comienzos de los sesenta, cuando recién se empezaba a notar el movimiento de lucha por los derechos civiles. Los norteamericanos de origen africano se organizaron bien, se movilizaron en forma irresistible y uno podría sostener ahora que ganaron su batalla. Ganaron, si se quiere, en forma parcial, no perfecta, pero la transformación de la sociedad norteamericana fue impresionante. Negarlo de buena fe es muy difícil.

Lo de Abu Ghraib tiene un significado histórico porque es la manifestación de un primer gran retroceso, ni más ni menos, del antirracismo en los Estados Unidos. Hay que hacerse diversas preguntas y buscar una salida lúcida, practicable, posible, no menos imaginativa y fuerte que la de los derechos civiles en su época. Puesto de otro modo, los Estados Unidos se ven enfrentados ahora, en el mundo globalizado actual, a la necesidad de extender, de llevar al plano internacional, su antigua y ya en parte superada lucha interna por los derechos civiles. El general De Gaulle, que seguía con fascinación los pasos del Gobierno de John F. Kennedy, le comentó a uno de sus hombres de confianza que el tema de los derechos civiles era uno de los nudos gordianos de ese periodo, y que el joven Kennedy, buen político pero estadista inexperto, no había sabido cortarlo. Sucedió, sin embargo, algo que no estaba previsto: Kennedy fue asesinado, lo mismo que el dirigente negro Martin Luther King, y ambos asesinatos produjeron un remezón profundo en la vida del país, una especie de catarsis, y llevaron la situación a una etapa más avanzada.

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Todavía no sabemos si las torturas de la prisión de Abu Ghraib, culminación de un proceso de errores capitales, de abusos que todavía no conocemos en toda su magnitud, de subestimación ciega del enemigo, producirán un remezón parecido y un cambio verdadero de rumbo. Si Richard Nixon, como ha señalado más de alguien, fue derribado gracias al uso inteligente de algunas máquinas grabadoras, Bush y su sistema, su concepción de la guerra contra infieles, podrían ser puestos en jaque por las máquinas de fotografía digital. Todavía estamos en un comienzo, en una encrucijada que sólo se puede vislumbrar. Los procesos norteamericanos son siempre lentos, pero terminan por llegar, siempre o casi siempre, a sus consecuencias finales. En los primeros momentos, lo del Watergate parecía un detalle, un episodio lateral. Y las primeras manifestaciones contra la guerra de Vietnam fueron mínimas, limitadas a un par de campus universitarios en la costa californiana. Imaginar su desarrollo posterior y sus consecuencias en la realidad militar era, en esos comienzos, un acto de notable audacia imaginativa.

Una de mis conclusiones de hoy, derivada de un relativo conocimiento de la sociedad norteamericana por dentro, es que la guerra de Irak, y en particular las atrocidades contra prisioneros iraquíes, son consecuencias de un espíritu fanático de venganza, una actitud esencialmente peligrosa y que cualquier gobierno razonable, previsor, ilustrado, habría tratado de controlar y frenar. He vuelto a visitar la ciudad de Nueva York después del 11-S, he visto el agujero inmenso en uno de los sectores más poblados, la montaña de hierros retorcidos, rojos, que alcanzaba en los días de mi visita hasta unos diez pisos de altura y que proyectaba un aire picante, ardiente, un olor intenso de metales quemados, y he pensado que era como una herida en el corazón del país y que podía tener efectos devastadores a los más diversos niveles, internos y externos. Las caras perturbadas, reducidas a un estado de histeria elemental, de la soldado Lynndie R. England y del "especialista" Charles A. Graner, con sus groseros pulgares alzados, es uno de los muchos efectos de esa llaga humeante. ¿No eran ustedes, animales, parecen decir, los que pretendían destruirnos? Es notorio que el régimen de Bush no hizo nada serio por contrarrestar esta tendencia, por hacer distinciones indispensables, por demostrar que los culpables son una minoría terrorista ínfima y no el mundo musulmán en su conjunto.

Pero hay otro aspecto muy grave del problema. Al seguir la corriente de la venganza, de la reacción instintiva, no reflexiva ni previsora, George W. Bush tuvo un éxito político interno indudable, como lo demuestran las encuestas. Un presidente más ilustrado, más moderno, con mayor sensibilidad internacional, del estilo de Franklin D. Roosevelt, de Kennedy, del mismo Bill Clinton, seguramente habría tenido menos apoyo cívico en todo este proceso, por lo menos en su primera fase. Ahora, sin embargo, parece que la tendencia empieza a cambiar, aunque todo todavía está por verse. Si se concretara en la vida norteamericana, en su evolución política, un cambio verdadero de rumbo a partir de las experiencias más recientes, esto indicaría que las fotografías de Abu Ghraib fueron un revulsivo extraordinario. La técnica digital habría producido una revolución.

Lo que sucede es que la fotografía, después de todo, es un lenguaje y habla directamente a la conciencia. También hubo fotografías de la guerra de Vietnam, como la de una niña desnuda que huía de las bombas incendiarias, que tuvieron un impacto decisivo en la mente de las personas. Ahí, como decía antes, comienza todo y termina todo. Podría terminar con una reflexión que parte de mi experiencia chilena, pero que me limito a entregar en una nota breve. Los abusos y las torturas en Chile también tuvieron su origen en un desprecio radical, fanático y absoluto: en la noción íntima y no sometida al menor análisis de que los enemigos eran inferiores. El almirante Merino, miembro de la Junta Militar en representación de la Armada, declaró en una oportunidad, con la mayor seguridad, convencido a fondo de lo que decía, que los enemigos de la dictadura, comunistas y afines, no eran seres humanos normales, que eran humanoides. El almirante, creo que de buena fe, se consideraba un hombre cultivado y proclamaba con frecuencia su afición a la pintura y a la lectura de las obras de José Ortega y Gasset. Creía, sin duda, que había que poner freno a la rebelión de las masas, y que la mejor manera de hacerlo era la suya. Y Adolfo Hitler, en su época, con la misma frialdad y la misma inconsciencia, sostuvo seriamente que judíos y gitanos eran untermenschen, vale decir, subhumanos. De ahí, de esa concepción inicial, se pasaba directamente al crimen, al exterminio. Los prisioneros de Afganistán encerrados en Guantánamo, excluidos de todo proceso legal, sin respeto de las leyes internacionales de la guerra, así como las pirámides desnudas de Irak, son expresiones de los mismos universos mentales. Demuestran, en otras palabras, que la lucha por la democracia es constante, intensa, de resultados nunca seguros, y que no sólo se libra en los países del Tercer Mundo, musulmán o no, sino en el interior de las democracias mismas. Lo cual es asustador, pero constituye, también, un llamado a la vigilancia, a la conciencia permanente y activa.

Jorge Edwards es escritor chileno.

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