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Columna
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Homenaje

La teoría nos la sabemos. Muchas de las decisiones que se toman en Europa nos afectan directamente, sobre todo a sectores como la pesca y la agricultura, tan importantes para la economía almeriense y andaluza. Las carreteras, las alcantarillas, hasta el dinero para restaurar la iglesia de nuestro pueblo viene de Bruselas. Sabemos que nuestros países han cedido a la Unión Europea grandes parcelas de soberanía. Esto lo sabe ya muy bien Carmen Calvo, que quería bajar el IVA de los libros, creyendo que esa decisión podía tomarse en Madrid, al margen de la política económica de Bruselas. Ya digo, la teoría nos la sabemos. Y sin embargo seguimos viendo las elecciones europeas como algo ajeno, como un simulacro de elecciones. Si las municipales y las generales son como una final de fútbol, las europeas son como un partido amistoso.

¿Dónde está el fallo? ¿Por qué la mayoría de los europeos sentimos indiferencia por estas elecciones, cuando sabemos que las decisiones que se toman en Bruselas afectan a nuestros municipios? El primer fallo hay que buscarlo en la propia naturaleza de las elecciones, en el mismo funcionamiento de las instituciones europeas. Los votantes no sentimos que la soberanía europea emane de nosotros, por decirlo con una frase cursi. No es que nos creamos a pies juntillas eso de que la democracia es el poder del pueblo, pero en las elecciones nacionales uno ve la misma noche electoral los efectos de su voto: el 13 de marzo de 2004 el PP gobernaba España, y al día siguiente ya no la gobernaba. Esta pedagógica relación de causa y efecto no está sin embargo tan clara en las europeas. Los ciudadanos elegimos a los diputados de un extraño parlamento que ni siquiera elige a su presidente. El resultado psicológico de esta situación es devastador: sentimos que entre nuestro voto y las decisiones políticas reales hay una enorme distancia, una maraña burocrática que desvirtúa nuestra voluntad y hace poco efectivo nuestro voto. La cosa cambiaría si a estas elecciones nos se presentaran listas nacionales, sino candidaturas internacionales, y si el Parlamento resultante eligiera al presidente de la Unión. O si éste fuera elegido directamente por los ciudadanos. Pero eso sería ceder demasiado poder y los políticos nacionales no están dispuestos a tanto. Europa mola, pero sin exagerar. Este podría ser el lema de nuestros partidos; se lo regalo.

La maquinaria empresarial de los partidos tampoco contribuye a dignificar las europeas. Todos los políticos que se presentan como cabezas de lista, y otros muchos que van en los segundos y terceros puestos, acuden a estas elecciones porque no han ganado otras que les interesaban más. Son por tanto viejas glorias, heridos de guerra, perdedores, dimisionarios y excedentes de cupo a los que sus respectivas empresas quieren agradecer los servicios prestados. Viendo a los Mayor Oreja, a los Borrell, Rojas-Marcos o Willy Meyer tenemos la impresión de que las elecciones europeas ni siquiera alcanzan la categoría de encuentro amistoso. Son más bien uno de esos partidos de homenaje en los que el futbolista que se retira recibe el cariño del público y se queda con la recaudación.

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