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Columna
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Aroma de fritanga

La publicidad diluye las distancias entre realidad e irrealidad. La publicidad es el verdadero narcótico. La ficción artística o literaria, muy al contrario, juega a reinterpretar la realidad, a examinarla. La publicidad, en cambio, pretende desfigurarla, presentarla de un modo favorable, cortesano; no muestra la realidad: sólo la confunde. Si la creación artística es una resistente, la publicidad es una vil colaboracionista. Y si es cierto que en la creación artística, como en cualquier otra cosa hecha por el ser humano, se esconden móviles espúreos, la publicidad asume el móvil espúreo hasta las heces. Por decirlo de otro modo, hoy el capitalismo no necesita de teorías favorables: le basta con asumir la realidad y dignificarla con anuncios, maquillarla con cierta dignidad.

A las gentes de este tiempo se nos hace difícil concebir cómo en otros siglos la humanidad aceptaba sin conflicto ideas insostenibles desde el más puro sentido común. Por ejemplo, el Derecho divino de los reyes daba por sentado que el soberano asumía el poder y lo ejercía sabiamente, por más que fuera del dominio público que el soberano en cuestión fuera a veces un perfecto mentecato, incluso un verdadero tarado. El soberano podía ser un tonto, pero gozaba de poder absoluto y nadie cuestionaba semejante paradoja.

Claro que si pensamos en la publicidad, verdadera ideología de nuestro tiempo, no debería extrañarnos. Nosotros nos relacionamos con ella a partir de una sumisión completa y por tanto irracional. En la publicidad, los que ostentan el producto anunciado son jóvenes y hermosos y los que manejan el de la competencia son más viejos y más feos. Los hombres que conducen coches caros tienen aspecto invariablemente atractivo. Los jóvenes, por último, son siempre alegres y dicharacheros, haciendo abstracción de que la juventud resulta, en secreto, la etapa más circunspecta de la vida. Eso por no hablar del mensaje machista que relaciona el uso de muchos productos con la posesión de hembras inmarcesibles.

Sabemos que todas esas vinculaciones estéticas (y a la postre morales) no las digiere nadie, pero las aceptamos sin conflicto, del mismo modo que en otras épocas se aceptaba sin conflicto que un oligofrénico estuviera tocado por la varita de Dios y dictara mandatos sapientísimos. En el fondo no somos distintos, somos inertes receptores de mensajes estúpidos, a pesar de que sabemos que son estúpidos, pero no nos importa.

Si uno creyera en la publicidad, habría que concluir que la familia media de este país disfruta de una vivienda unifamiliar dotada de amplios ventanales y un bonito jardín donde juegan unos niños invariablemente rubios. Pero aún más divertidos son los anuncios de comida rápida, en los que la mentira doméstica se lleva hasta el extremo. La publicidad nos muestra embutidos de mortadela, salchichas y lonchas de pavo frío impecablemente presentados: con unas patatitas cocidas, con unos decorativos tomatitos, con unas delicadas ramitas de perejil o de albahaca. Y, sin embargo, la gente que se prepara unas lonchas de mortadela o unas salchichas lo hace siempre en un triste y apresurado plato de cocina, donde no hay lugar para tan delicadas guarniciones.

Los platos de comida rápida, de comida basura, se presentan en la publicidad con una delicadeza propia de la alta cocina, mientras que su realidad resulta bastante más prosaica. La realidad son dos o tres salchichas desguarnecidas sobre el plato, ahogadas en aceite. Sin especias. Sin aroma especial, más allá de la fritanga. La publicidad habla de las salchichas como de una oportunidad para las artes decorativas, mientras que en la realidad las salchichas son simplemente salchichas, unas salchichas cuyo fabricante, todo hay que decirlo, gana lo suficiente como para no probarlas nunca.

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