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Columna
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Terra Mítica

En medio de un secarral batido por el siroco alicantino, que iba enrollando rastrojos de cardos como en los pueblos fantasmas del Oeste, he visto a unos guardias pretorianos con minifalda de hojalata, sentados en unas cajas de refrescos, comiendo bocadillos bajo un sol de justicia. Por delante de sus lanzas apoyadas en las columnas de un atrio de cartón piedra pasó una comitiva de patricios ensabanados, que en vez de encaminarse hacia el Senado se dirigían a un self service detrás de un emperador cuyo acento era propiamente de Cartagena. A escasos metros Cleopatra se limaba las uñas mientras un autobús del Inserso aparcaba al pie de la piramide de Keops y una indignada pareja de octogenarios de San Felíu de Guixols, al borde de la deshidratación, pedía por misericordia una sombra donde poder cobijarse. Esta Tierra Mítica hace poco fue previamente una tierra quemada. Al fondo se veía Benidorm y un sueño de millones de visitantes que nunca han llegado...

El concepto de parque temático es una idea muy americana, derivada de la factoría Disney y bastante ajena al sentido de diversión de cualquier pueblo adulto. Un país con delirios de grandeza y sin apenas Historia, como EEUU, es incapaz de comprender ningún pasado del que ellos no hayan formado parte, lo que les provoca una necesidad de dominio con efectos retroactivos. Por eso los millonarios americanos, se han llevado de toda Escocia, los castillos medievales, piedra por piedra, con fantasmas incluidos para volver a levantarlos al lado de un MacDonalds en una explanada de Oregón. El escritor Julio Camba en sus artículos desde Nueva York reflejaba muy bien esta irrefrenable tendencia americana a crear parques temáticos. En pleno Broadway, a la altura de la calle 47, había un Museo de la Inquisición española con distintos métodos de tortura de los que, al parecer, debieron tomar buena nota los mandatarios del Pentágono. En la misma manzana, se podían encontrar restaurantes muy típicos con tejadillo en la entrada inspirado en las misiones de California y cabezas de ternera colgando de las paredes, como si fueran toros de lidia, junto a un aparador con loza de Talavera o de Manises y camareras mulatas con mantillas y castañuelas que servían spanish yellow rice (paella valenciana). Todo ello con música de Carmen interpretada por una orquesta de mariachis en traje de luces. Esa es la idea que tienen de nosotros los norteamericanos.

Pero en nuestro país irredento que rezuma historia por todas sus costuras, los decorados de la antigua mitología no divierten ni a un niño de siete años. Si alguien quiere ver las termas de Caracalla o el Coliseum romano, tiene los auténticos a un tiro de piedra. ¿En que cabeza cabe montar un negocio con un mare nostrum de ficción en la misma orilla del verdadero Mediterráneo donde hasta las sardinas se saben la historia de Alejandría y los atunes son descendientes directos de una insigne dinastía de faraones? Esta es una civilización demasiado antigua, irónica y descreída, para tragarse anzuelos tan burdos.

Una Terra Mítica que se urdió bajo el signo de la especulación más feroz no podía terminar de otra forma que representando la Decadencia del Imperio Romano, pero esta vez no con legionarios de atrezzo, sino con una suspensión de pagos absolutamente verídica y rodeada de peligrosísimos tiburones reales. Mientras tanto, entre mugre y salitre el auténtico Mare Nostrum se ahoga en su propia espuma.

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