La hora de los bálticos
Estonios, letonios y lituanos: tan iguales frente al mundo exterior y tan distintos entre sí que parecen condenados a quedarse siempre a un paso de acuñar una identidad común. Las tres literaturas de estos pequeños Estados comparten, por encima de todo, los efectos de un fenómeno de gran calado que trasciende lo puramente artístico y se hunde sin remedio en la política y en la historia. Rusia y Polonia (y Alemania y Finlandia) han funcionado a lo largo de los siglos como polos de atracción y repulsión para estos tres pueblos bálticos cuya realidad es inexplicable sin otro gran factor étnico, los judíos, que ayuda a comprender mucho de la fascinante mezcla que es la moderna cultura báltica.
Hasta la reciente llegada de
Icchoka Meras con su Tablas por segundo (RBA), la gran ventana al Báltico ha sido el novelista estonio Jaan Kross, autor de El loco del zar y La partida del profesor Martens (ambos en Anagrama). Gracias a las traducciones de Joaquín Jordà y Jüri Talvet, Anagrama ha podido publicar estas dos portentosas calas en la esencia noreuropea -la primera, escrita en 1978, es una de las grandes novelas europeas en términos absolutos- que explican la eterna candidatura de Jaan Kross al Premio Nobel. Casi un siglo antes Eduard von Keyserling había descrito en Olas (Minúscula) un estado de hibernación de la sociedad baltogermánica cuyos efectos se han hecho sentir hasta hoy, por encima incluso de la forzada exportación del modelo cultural soviético. De ahí que focos de pensamiento tan importantes como la Universidad de Tartu -la sombra de Yuri Lotman apuntala incluso a los más jóvenes poetas y narradores de ahora- hayan quedado como referencias básicas para la supervivencia de las literaturas bálticas, potenciando figuras como Jaan Kaplinski o Emil Tode, cuyo Estado fronterizo (Tusquets) muestra muy bien por dónde pueden ir los tiros de la normalización editorial, al menos en el caso estonio, levemente privilegiado.
Sigitas Geda y Kornelius Platelis han abierto la literatura lituana a su apuesta más firme, una pujante generación de autores como Vaiciunaite o Jonynas que anulan al viejo intelectual orgánico y apuestan por la combinación de disciplinas y lenguas. Ninguna de las tres literaturas tendrá sentido sin el multilingüismo (el inglés por la supervivencia, el ruso y el alemán por imperativo de la realidad y las lenguas propias) y la pluralidad (Ilze Purmaliete o Uldis Berzins trabajan una narrativa letona indisoluble de la poesía, la traducción y los discursos mediáticos).
Tres millones de habitantes
-una globalidad tripartita y pequeña- radicalizan la idea de la relatividad -tiradas inferiores al millar de ejemplares en liza contra los éxitos anglosajones-, pero incluyen una promesa de mercado-lector que no parece dispuesto a repetir servidumbres. La lituana Dalia Epstein lo dice con claridad: "No tendría sentido que nos integremos en Europa vestidos de traje regional".
La traducción como reina de las bellas artes (no es exagerado decir que sin los lectores finlandeses no existirían escritores estonios, del mismo modo que no se puede ignorar minorías rusas superiores al 50% de la población) y el fin de los monopolios ideológicos auguran a estonios, letonios y lituanos un estreno como europeos con experiencia en el complejo entramado de fusiones que Europa construye también con palabras.
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