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Columna
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Mar

"PUEDES IRTE, eres libre, el mar ha llegado y lo ha arrasado todo" -dejó escrito el cineasta japonés Akira Kurosawa, dirigiéndose imaginariamente a la protagonista de su último guión, una prostituta, al que una súbita crecida ha dejado sola en el tejado de su anegada casa, a la espera quizá de la muerte-. "Es como si el mar te estuviera mirando y hubiera venido a salvarte". Basado en dos cuentos de Syugoro Yamamoto, el guión elaborado en 1993 no pudo ser filmado por Kurosawa, al fallecer poco después, sino por el director Kei Kumai, en cuyo rodaje siguió escrupulosamente todas las anotaciones de aquél y, sobre todo, sus hermosos y muy cuidados dibujos, dando lugar a la película titulada The Sea Watches (2002), traducida al castellano como El mar que nos mira. De ideología progresista y célebre por su admirable talento para rodar historias épicas y, en general, las dominadas por la acción, los protagonistas de las películas de Kurosawa fueron, casi siempre, varones, que, de alguna manera, se rebelaban contra las injusticias que les imponía el orden histórico que les tocó vivir, pero esta dedicación monográfica al heroísmo masculino dejó a las mujeres como en un segundo plano, lo cual quizá explique que su postrer guión estuviera centrado por completo en una visión femenina del mundo, y a través de la óptica extrema de las prostitutas de un burdel de la segunda mitad del XIX, aún en la refinada época Edo. Aunque la prostitución se remonta a la noche de los tiempos, no fue ésta una ubicación histórica gratuita, porque Kurosawa quiso aprovechar el maravilloso testimonio visual de la vida cotidiana japonesa que legaron los artistas, como Hiroshige (1797-1858), cuyas imágenes de los más humildes y fugaces gestos de la mujer estaban cargadas de una fuerza poética asombrosa.

¿Quién sino la que sólo puede vender su cuerpo es capaz de obtener la alta perspectiva existencial del radical despojamiento y, así trocar en las ilusiones más ingenuas las perentorias bajezas del género humano? Así, la prostituta O-Shin, protagonista de El mar que nos mira, puede enamorarse por igual del joven samurái Fusanosuke, de noble y adinerada estirpe, como del paupérrimo y desdichado Ryosuke, porque ambos, por motivos diferentes, ponen a prueba la ilimitada capacidad de entrega de esta frágil mujer, que, sin embargo, se ha curtido en la donación sin reservas de sí misma.

¿Quién ha de socorrer a esta "profesional" del amor en su versión más primaria y radical? Kurosawa comprende que, para ello, es necesario adoptar la visión exterior de la naturaleza súbitamente embravecida por un cataclismo, como ese maremoto que deja abandonada, en precario y momentáneo equilibrio sobre un tejado, a una infeliz prostituta, la cual, elevando sus brazos hacia el cielo, bendice, sin embargo, esa honda soledad que le ha permitido, por fin, una conversación íntima con las estrellas.

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