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Columna
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Quien tuvo, retuvo

El escenario, con sus estucos, sus medallones y sus desangeladas pinturas de historia, ha sido siempre rematadamente feo, pero el cartel era de lujo, el pasado martes por la tarde, en el paraninfo de la Universidad de Barcelona. Con el pretexto de conmemorar el 25º aniversario de la Constitución, el rector Joan Tugores había reunido a un ramillete de oradores formado por los que él mismo describió como "tres de los principales actores de la vida política española del último cuarto de siglo". Los diestros eran Felipe González, Miquel Roca Junyent y Jordi Solé Tura, y el público -la sala registró un lleno sin apreturas- había acudido a la cita con la esperanza de rememorar antiguas tardes de gloria. Me adelanto a precisar que el respetable no salió defraudado.

Felipe -voz y pose de viejo maestro- comenzó con modestia su disertación: "No voy a dar una conferencia", aclaró; "voy a soltar desordenadamente tres o cuatro reflexiones que me preocupan. Hablar de la Constitución junto a Miquel Roca y Jordi Solé es casi impertinente". A renglón seguido concedió: "De todos modos, estuve casi 14 años al frente del Gobierno, y antes participé del consenso de la transición". El ex presidente defendió con vehemencia aquel consenso, entendido no como renuncia a las convicciones propias, sino como definición de las reglas de juego comunes -aquí, una alusión cariñosamente discrepante hacia Jordi Pujol, con quien había compartido debate y mantel esa misma mañana, en Manresa-, y formuló una sentencia solemne: "La Constitución de 1978 fue la primera experiencia histórica en que se produjo entre nosotros un pacto por la res publica", superador de casi dos siglos de cainismo.

Sin que el aliento teórico le impidiese infligir un par de puyazos inmisericordes a su sucesor, José María Aznar -"déspota poco ilustrado" fue uno de ellos-, González reivindicó la política como "el arte de gobernar el espacio público que se comparte", un espacio caracterizado por la pluralidad de ideas, la diversidad de identidades y la contraposición de intereses. "De todo ese magma hay que sacar energías positivas. Y el fundamento de la convivencia es el pacto".

En este punto, una enmienda semántica a Maragall e incluso a Rodríguez Zapatero: lo que éstos denominan "España plural" deberían llamarlo "la España diversa" (la pluralidad se refiere a las ideologías; la diversidad, a los sentimientos de pertenencia). Y un conato de autocrítica: "Nosotros -se entiende, el régimen de 1978- hemos reconocido la diversidad, pero no hemos sido capaces de conocerla". Frente al nuevo debate sobre la reforma constitucional y estatutaria, Felipe administró con cautela su manifiesta inquietud: subrayó que reconocer las diferencias identitarias no puede poner en cuestión la igualdad de derechos, relativizó los conceptos de centro y periferia en la era de Internet, se confesó preocupado por "la confusión que existe entre descentralizar y centrifugar", entusiasta de lo primero y contrario a lo segundo. En resumen: "No siempre el poder más próximo es el más adecuado para la toma de decisiones" y "la Constitución necesita ser retocada, pero hay que tener claro a dónde se quiere ir".

Relajado, hábil, versallesco con González, Miquel Roca empezó por congratularse de volver "a hablar de política, y no de tonterías", abundó en la reivindicación del consenso de 1977-78 y se deshizo en elogios al papel de los comunistas bajo el franquismo y en la transición -con alusiones a Gregorio López Raimundo, allí presente; a Pasionaria; a Rafael Alberti...-, hasta el punto de arrancar de los muchos ex psuqueros que le escuchaban una imprevista y cerrada ovación. En cuanto al futuro inmediato, Roca declaró: "Hasta el 14 de marzo no era un entusiasta de la reforma constitucional. Ahora soy prudente". Prudente y más bien escéptico, porque según enfatizó el ex líder de la Minoría Catalana, lo importante no son los textos solemnes, sino las voluntades políticas; el reconocimiento y el respeto de la pluralidad y la diversidad en el seno del Estado -arguyó- no dependen de la literalidad de los textos legales, por alto que sea su rango. Además, y desde un punto de vista nacional catalán -sostuvo-, Cataluña nunca había tenido el poder que la actual Constitución le reconoce.

El más veterano de los tres oradores, Jordi Solé Tura, se mostró emocionado ante los cumplidos de sus compañeros de mesa, agradecido a la Universidad de Barcelona por la placa de homenaje que acababa de entregarle el rector y decididamente crítico con bastantes aspectos de esa Constitución que contribuyó a redactar. Pero lo mejor de su intervención fue cuando, en tono íntimo, se confesó políticamente enamorado de Felipe González. Tras descubrir al entonces Isidoro en una reunión opositora, el ex ministro de Cultura contó que había vuelto a casa diciendo: "A este muchacho ["xicot", en el original] tenemos que convertirle entre todos en presidente del Gobierno". "Y lo que me sabe mal"`, remató Jordi Solé, "es que no sigas siéndolo".

Sí, alguien podría decir que el del paraninfo fue un acto nostálgico, o tal vez melancólico. Seguramente, una buena parte de la concurrencia salió del docto recinto dándole vueltas al deseo expresado por Solé, especulando con lo que pudo haber sido y no fue: que Felipe estuviese aún en La Moncloa, que ese Miquel Roca pletórico a sus 64 años hubiese sido ministro, o alcalde de Barcelona, o...

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