Viva el politeísmo
Yo conocí a un tipo que creía en Jehová, en Alá, en Buda, en la dama del Amboto, en Bob Marley y en los espíritus del bosque. Decía que rezaba todas las noches para salvar a los monoteístas de su aburrimiento, y consideraba que creer en varios dioses era señal de sabiduría. Concretamente, aseguraba que el politeísmo era el resultado de viajar mucho y haber estado en contacto con otras culturas. Él, que de niño había sufrido -según sus propias palabras- una educación religiosa impartida por curas, afirmaba que, a pesar de todo, necesitaba creer en algo, pero decía que no todo el mérito lo tenía Jesucristo, que también estaban Anubis, el dios Odín, la hermosa Venus y muchos otros que -aunque pasados de moda- habían llenado los cajones vacíos de su alma.
Estaba convencido de que todos los dioses por los que alguna vez han muerto los hombres son viejos amigos, y aseguraba que si los hombres se tolerasen tal y como se toleraban los dioses en la intimidad muchos problemas se habrían solucionado sin derramar una sola gota de sangre. Los ateos le echaban en cara que lo suyo no era fervor religioso sino pura fantasía, y él no contestaba, se limitaba a sonreír, pensando quizás que el silencio haría que los que no creían en un ser supremo como Elvis Presley encontrasen la solución por sí mismos. "El alma humana es tan grande que mil millones de dioses cabrían en ella", musitaba a veces, "y aún quedaría sitio para otros mil millones". Y luego añadía: "Pero no creáis que por ello va a dejar de estar vacía".
De acuerdo a sus teorías, creer en un único dios era como ir a comer todos los días al McDonald´s de la esquina. En su opinión, la dieta de dioses podía variar en función de las necesidades de una mente inquieta, ansiosa por descubrir la verdad, que era en sí misma un dios tímido y huidizo. Muchos se mofaban de sus argumentos, pero lo cierto es que inspiraba simpatía incluso entre aquellos que no le conocían. Ésa era, para él, la gran ventaja de ser politeísta y no creer sólo en un dios propio.
En cuestión de enseñanza, mi amigo mantenía que la religión no tenía por qué ser obligatoria ni evaluable en las escuelas, porque las creencias religiosas no debían inmiscuirse en los resultados académicos de los alumnos, ni en su futuro profesional. Pero sostenía que, de ofrecer religión como asignatura optativa, sería necesario impartir las religiones de todos los pueblos a lo largo de los tiempos, porque enseñar una sola equivaldría a tratar a los alumnos como a idiotas.
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