Portugal vuelve a la gloria
Mourinho, siempre fiel a su fórmula colectivista, sitúa de nuevo al Oporto, 17 años después, en la cima de Europa
El fútbol portugués, que amamantó a maravillas como Eusebio, Futre o Figo, ha recuperado sus tiempos esplendorosos a tres semanas de la Eurocopa y anda más cargado de esperanza que nunca tras la conquista de anoche del Oporto. Tuvieron que pasar 17 años entre la final de Viena en que Futre y el argelino Madjer tumbaron la leyenda del Bayern y la cita de ayer en Gelsenkirchen. La anterior Copa de Europa del Oporto quedó para el recuerdo por un gesto de talento, un gol de tacón de Madjer, rodeado de contrarios dentro del área. En esta ocasión, el triunfo tuvo más que ver con las matemáticas que con el arte. Esta victoria llevará para siempre el nombre de José Mourinho, el técnico que levantó un equipo campeón recolectando aquí y allá jugadores que no quería nadie. Exprimió hasta el final la fórmula con la que ya había tumbado al Manchester y el Deportivo. Un fútbol envolvente, sin grandes destellos pero también sin grandes fisuras, desarrollado con fe ciega por un equipo que jamás pierde la atención. Con ese alarde de colectivismo y estrategia, el Oporto subió al podio para mirar desde las distancia a todas las multimillonarias colecciones de estrellas del continente.
MÓNACO 0 - OPORTO 3
Mónaco: Roma; Ibarra, Givet (Squillaci, m. 72), Rodríguez, Evra; Cissé (Nonda, m. 64), Zikos, Bernardi, Rothen; Giuly (Prso, m. 22) y Morientes.
Oporto: Vitor Baía; Paulo Ferreira, Jorge Costa, Ricardo Carvalho, Nuno Valente; Pedro Mendes, Costinha, Deco (Pedro Enmanuel, m. 85), Maniche; Carlos Alberto (Alenitchev, m. 60) y Derlei (McCarthy, m. 76).
Goles: 0-1. M. 39. Carlos Alberto engancha un balón suelto que se cuela por la escuadra.
0-2. M. 71. Deco inicia un contragolpe cediendo a Alenitchev, que le devuelve el balón en la frontal, donde, solo, lo coloca pegado al poste izquierdo.
0-3. M. 74. Alenitchev fusila un centro rebotado de Derlei delante de Roma.
Árbitro: Kim Milton Nielsen (Dinamarca). Amonestó a Nuno Valente y Carlos Alberto.
60.000 espectadores en el Arena-AufSchalke.
En una final huérfana de grandes astros, con dos equipos sostenidos fundamentalmente desde el banquillo, cundía la sospecha de que el partido se iba a jugar más en la mente de los entrenadores que sobre el césped. Y el duelo no tardó mucho en confirmarlo, para delicia de los aficionados a las espesuras tácticas y para castigo de los que esperan del fútbol un componente más imprevisible, más pasional, más artístico si se quiere. La partida geométrica que se disputaba en el cerebro de los técnicos llevó el choque a donde pretendía, porque los dos equipos se empeñaron en parecerse a sí mismos lo más posible. El Oporto fue el Oporto en estado puro. Por prudencia, sólo prescindió de esa aspereza que suele emplear para acometer al contrario. Por lo demás, el conjunto de Mourinho, aunque tuvo la pelota menos de lo habitual, imprimió al choque ese ritmo moroso, ese aire como de cierto aburrimiento con el que acaba siempre enredando a los rivales. El Mónaco se fortificó atrás con mucha más solvencia que en las eliminatorias previas y siguió el plan habitual. Salió siempre tocando con rapidez en busca de algún pase diagonal que aprovechara la vasta extensión que dejaba a su espalda la defensa del Oporto. Lo malo para Didier Deschamps fue que muy pronto se quedó sin uno de los pilares de su estrategia. El velocísimo y punzante Giuly sufrió un estiramiento mediada la primera parte y, a pesar de sus desesperados intentos de seguir, tuvo que acabar pidiendo clemencia.
La baja de Giuly acrecentó la tendencia mecanicista del partido, al que le faltaba un futbolista capaz de rebelarse contra la mera repetición del libro de instrucciones. Desgraciadamente, no apareció. Morientes volvió a sembrar sospechas sobre su idoneidad para jugar fuera del área, a pesar del provecho que le haya sacado Deschamps en esa posición, mientras Rothen se estrellaba ante Ferreira, el mejor lateral derecho del mundo según su entrenador. En el Oporto, un equipo tan predecible, para lo bueno y lo malo, siempre hay lugar para algún apunte lírico de Deco. Pero Deschamps había sembrado de trampas el recorrido de Deco, quien no encontró el modo de escabullirse. Finalmente, el partido se desequilibró siguiendo también las previsiones de los entrenadores, que habían anticipado que decidirían los detalles y los errores. Y así fue. Con el descanso a punto de llegar, la defensa del Mónaco, impenetrable hasta entonces, falló dos despejes consecutivos. Salvó la situación en el primero, pero el segundo se convirtió en un pase de gol para Carlos Alberto.
Si al Oporto es difícil jugarle en cualquier circunstancia, con el marcador favorable, los portugueses resultaron imbatibles. No perdieron la atención ni se desmadejaron en ningún momento ante un Mónaco que trató de lanzarse al galope tras el descanso, pero al que muy pronto se le vio con síntomas de desesperación y mutilado por la baja de Giuly. Todo era cuestión de paciencia, de la que el Oporto anda sobrado. El contragolpe tenía que llegar y llegó. Sirvió, además, para que Deco redimiese con un gol su oscuro partido. Con el Mónaco desahuciado, aún llegaría el tercero poco después. Los gritos de "¡campioes, campioes!" brotaron de Gelsenkirchen hasta alcanzar las riberas del Tajo. Y el fútbol portugués, víctima en los últimos años del pillaje de los grandes clubes del continente, recuperó los aires de gloria perdidos desde hace casi dos decenios.
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