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Columna
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Lecturas infantiles

Editores y escritores no dejan de lamentarlo, las estadísticas de confirmarlo: en España se sigue leyendo muy poco, tan poco que la alarma de todos los que participan de alguna manera en la creación y difusión de la palabra escrita, de todos los que se preocupan por la cultura y el futuro del país, es palpable. Si el niño es padre del hombre -y así lo formuló Wordsworth antes que Freud- ¿cómo conseguir que lea, no por obligación, sino por placer, y luego, más adelante, por amor, por pasión, por necesidad? ¿Cómo lograr que les coja gusto a los libros, y que este gusto se convierta en duradero? Es evidente que ahí está el gran problema, el reto tal vez más acuciante de una sociedad que, tras las últimas elecciones, intuye que ahora (así lo van proclamando las más diversas voces) se ofrece una oportunidad casi providencial, tal vez la última, para enderezar una situación de gravedad manifiesta.

Que es en la escuela primaria donde hay que concentrar las máximas energías ya lo tenían muy claro los que llegaron al poder en 1931, y resulta de verdad emocionante repasar el gigantesco esfuerzo en este sentido llevado a cabo durante el primer bienio de la República, antes de la vuelta en 1933 de la otra España, encarnada entonces por las huestes de Gil Robles. Los educadores de 1931 procedían de la Institución Libre de Enseñanza (ILE), o de su órbita, y los testimonios dejados por los que tuvieron la suerte de estudiar en aquella casa, o luego en su hijuelo el Instituto Escuela, son reveladores en relación con los métodos utilizados para fomentar el amor a la literatura. Entre ellos, pero sin insistir -en la ILE no se solía recurrir a la insistencia- la lectura en voz alta y la memorización de textos, sobre todo de poemas, algo hoy en día muy desprestigiado, a mi modo de ver injustamente, pues los versos interiorizados durante la juventud pueden nutrir una vida entera.

Nunca han sido tan hermosos como hoy los libros infantiles, nunca ha habido tanta variedad de publicaciones expresamente pensadas y diseñadas para los jóvenes. Pero la competencia desleal de la televisión, que no hace nada o muy poco por la imaginación, es arrolladora. Puesto a decidir entre un libro y la pantalla televisiva o de un ordenador, será difícil que el niño opte por aquél, por atrayente que sea el soporte. Hay que esperar que, en la nueva etapa que se ahora se abre, el Gobierno vea muy de cerca los contenidos de los espacios infantiles emitidos por RTVE -poco podrá influir en las cadenas privadas- y potencie la creación de programas que impulsen a leer.

Entretanto uno va por las ferias, mandado por su editor -ya es la época- y tiene la oportunidad de charlar con personas a quienes, cuando eran niños, algún bendito -una madre, un abuelo, un profesor- les hizo el regalo inestimable de transmitirles su entusiasmo por los libros. Con qué gratitud lo cuentan, y con qué fervor suelen hablar de sus preferencias actuales en literatura. Uno siempre vuelve a casa con una lista de recomendaciones. Y con la renovada voluntad de encontrar, como sea, más tiempo para el gozo en estado puro que es la lectura.

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