La dificultad de saber casarse
Si no fuera mentira, podría decirse que Letizia Ortiz no quería casarse. Naturalmente que deseaba convertirse en princesa de Asturias y vivir, acaso perdurablemente, con su novio Felipe. Pero, sin duda, se le atragantaba la cuestión de la boda. Y, en esta tesitura, una de dos: o bien acudió a la ceremonia sin haber superado sus resistencias psicológicas o bien había aceptado tomarse un tranxilium para hacer frente a la dureza de la prueba. Fuera una u otra la causa, el efecto se concretó, durante la primera parte de la celebración, en una actitud envarada, espantada o extática. Y, después, tras sentarse frente al altar, en una pose desvaída, extraviada o somnolente, tal como si ya le estuviera haciendo mella la pastilla.
De otra parte, los espectadores llegamos a preguntarnos si no sería que la pareja se habría enfadado momentos antes y ya sin tiempo para poder intercambiar explicaciones conciliadoras. El caso fue que, de acuerdo a lo perceptible en las pantallas, ninguno conseguía conectar una feliz mirada cómplice con el otro y las sonrisas aparecían y desaparecían sin proceder de un bienestar interior, sino como manera de otorgar algún plano variado a las cámaras. Cámaras que, por decir algo, parecían incluso más distraídas o desorientadas que la propia Letizia y se colgaban de un tríptico, ascendían incesantemente al cielorraso y se paseaban una y otra vez sobre los coros y los curas. Pero, ante todo, se mostraban inexplicablemente obsesionadas con el quehacer del señor arzobispo hasta el punto que probablemente nunca a un clérigo se le ha dado tanta importancia en la TVE democrática, de manera que la boda evocaba más la retransmisión de una misa mayor en los tiempos de Franco que lo que se entiende actualmente por una boda.
Efectivamente una boda, y más siendo real, no es un acto menor y ritualista, sino todo un género siendo el artista principal la novia. O, de otro modo: una boda requiere, sobre todas las cosas, emoción y mucha presencia de la chica. La novia debe saber casarse. Debe saber casarse en profundidad, y con eso emocionar a los invitados y a las cámaras, sean vídeos, fotos o la televisión. Lo característico, sin embargo, de estas nupcias es que Letizia no ha sabido -¿no ha querido?- casarse "de verdad". Llevaba muy bien el sugestivo traje de novia y lució un escote que muy pocas habrían podido igualar. Conceder un escote a la novia real, tal como ha hecho Manolo Pertegaz, sólo podría permitirse en el caso extraordinario de que la destinataria poseyera un cuello espléndido. Así, en la valoración de las partes de la mujer que enumeraban los mejores varones fetichistas, el cuello constituye lo más decisivo en la seducción de un cuerpo. Son muy importantes las extremidades para alcanzar la elegancia, pero el cuello es su pilar. Un cuello como el de Letizia concede un realce singular a los pendientes y su despliegue supera cualquier prodigio de brillantes.
Así fue, por tanto, la parte, digamos, física de la novia. Letizia aparecía radiante por fuera pero mustia por dentro. Contrariamente a la vivacidad con que habitualmente se la observa en escenarios rurales, marinos o bélicos, ayer estaba apagada en la catedral. No vimos (televisivamente) si comulgaba o no porque al realizador se le iba continuamente el santo al cielo. Vimos que se santiguaba y que movía los labios acompañando un cántico en latín puesto que formaba parte del espectáculo sacro. Lo insoportable, sin embargo, es que la Iglesia o la Conferencia Episcopal o la TVE se tomaran tan religiosamente la representación y que Rouco Varela, además de incitarles a procrear y acudir a misa, invocara los santos a pares (Fernando III el Santo y Santa Teresa de Jesús, San Isidro Labrador y Santa María de la Cabeza) para demorarse sin fin en las tomas. ¿Habían cursado órdenes desde arriba para que así fuera? ¿Habrían conminado al realizador para que no viéramos nada? ¿Desearon primar a los clérigos sobre los seglares, coronados o no? Se vivió, en definitiva, una jornada eclesial como no se había visto ni en los días feriados del Corpus Christi, mientras los novios, entretanto, sin hilar una mirada de amor.
El Príncipe conoce bien los trances ceremoniales y nunca perdió la compostura, tanto en la catedral como fuera de ella, pero la expresión de la novia denotó fastidio, cuando no ganas de acabar. Pero ni así, ni aun concluyendo el acto, consiguió Letizia relajarse y ser la novia amorosa que todos esperaban. Porque ¿quién podrá explicar al mundo que un país tan "moderno" y "liberal en materia sexual" como ha llegado a ser España no brinde al pueblo un beso de novios en la boca? ¿Cómo, estos jóvenes príncipes, no dedicaron unas palabras de afecto a las gentes que habían soportado chuzos de punta? ¿Cómo la España entrañable y caliente pudo televisar ante 1.000 millones de espectadores una boda tan fría? Claro que el tiempo no acompañó mucho pero el tiempo no importaría si el clima de la relación nupcial, hacia adentro y hacia afuera, hubiese funcionado bien. Y una cosa, además, es desequilibradamente segura: en las bodas la clave está en la novia; sobre ella se concentran los ojos, los juicios, las expectativas y la emoción. Y ella, la novia, devuelve sentido a las miradas, afronta como puede las expectativas y derrama, por lo común, alguna lágrima para redondear. Pero aquí, inesperadamente y para desencanto general del público, no hubo más líquido sentimental que la inoportunidad del cielo.
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