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Reportaje:

Buena ventura para los novios

Decenas de personas hacen cola frente a la Almudena para ver hoy de cerca al Príncipe y a Letizia

Buenaventura Pérez, cocinera de profesión, tiene 62 años y hace cinco tuvo que prejubilarse "por la artrosis". Pero ha pasado los últimos dos días, con sus noches, clavada como un poste frente a la valla que rodea la catedral de la Almudena. Vestida con el traje típico de su ciudad, Toledo, y con un endeble paraguas por todo equipaje. Sin saco de dormir, sin un simple cojín, sin un libro o un transistor para hacer más leve la espera. "Así estoy perfecta. He ido a las otras dos bodas, en la Casa del Rey ya me conocen. ¡Hasta fui a ver al hospital a la hija de la infanta Elena! Tengo pasión por las cosas de los Reyes. Y quiero que sean muy felices".

Buenaventura fue la primera en llegar, el jueves a las seis de la tarde, pero ayer a mediodía ya había una veintena de personas pertrechadas y dispuestas a pasar la noche sobre el duro pavimento para poder entrar hoy a primera hora al Patio de la Armería del Palacio Real y ver de cerca la entrada del príncipe Felipe y Letizia Ortiz en la catedral.

Cientos de personas hacían fotos en los corrillos formados en torno a la catedral

A lo largo de la tarde, desafiando la lluvia, fueron llegando más y poniéndose a la cola: mujeres y hombres solos, adolescentes, grupos de amigos, parejas de jubilados e incluso alguna madre con sus hijos pequeños. Las puertas se abren a las 7.00 de hoy, y sólo los 5.000 primeros -el aforo aproximado que según la Casa del Rey tiene el patio- podrán ocupar un sitio en este improvisado patio de butacas sin sillas. Por eso, la cola empezó a formarse mucho antes. Y los argumentos para tamaño sacrificio se resumían en uno solo: "Es un acontecimiento histórico, una de esas cosas que se viven una vez en la vida. La boda de Froilán [el nieto mayor de los Reyes] seguramente ya no la veremos".

Al tiempo que la Almudena iba siendo rodeada por curiosos y fans de la realeza, cientos de ciudadanos aprovechaban el cierre al tráfico impuesto en una amplia zona del centro para echarse a la calle a pasear, hacer los últimos comentarios sobre la decoración de la ciudad y abarrotar las tiendas para comprar recuerdos de la boda. "Estamos desbordados", reconocía una dependienta.

Aunque la Casa del Rey había anunciado el jueves que los 5.000 elegidos para entrar hoy en el Patio de la Armería del Palacio Real lo serían por riguroso orden de llegada y con el único requisito de someterse a sucesivos controles de seguridad, algunos se quejaban ayer de que la policíales había dicho que sólo se entraría "con invitación". "¿Y a quién han invitado? Esto es una cosa para el pueblo, no nos pueden decir ahora que no pasamos. Vamos a estar aquí 24 horas para ver a los Príncipes...", protestaba José. Otros sugerían que quizás lo que querían decir los agentes es que sólo a los primeros en llegar se les daría un pase autorizándoles a entrar en el palacio, y algún policía confesaba a los periodistas que, en realidad, no sabía quiénes ni cuántos entrarían.

Remedios Ramos, malagueña de 79 años, lleva desde los 27 en Madrid, pero ayer vio por primera vez el Palacio Real. Se acercó desde su casa de Móstoles, donde vive sola, hasta el centro de la capital -como hace cada día, pero sólo hasta la Puerta del Sol, para "echar la Primitiva"-. Su objetivo era entregar a los novios un poema escrito por ella deseándoles felicidad. No estaban los novios, y tampoco logró leer sus versos ante las cámaras de televisión; sin fuerzas ni ganas para quedarse a pasar la noche, se fue por donde había venido, no sin antes confiar en que todo salga bien hoy, porque los Reyes y su hijo "no son nada pedantes y se les ve muy humanos".

A unos metros de ella, Teresa Rodríguez, un ama de casa de 30 años, contaba que había llegado esa misma mañana desde Arganda del Rey, a 28 kilómetros de Madrid, y que a media tarde se le unirían su hijo Jonathan, de 14, y una prima de 20. "Mi marido no quería que viniera, pero yo tengo que verlo. ¡Es histórico!", repetía cubierta por un impermeable rojo y sentada sobre su saco de dormir.

Mucho más experimentado en las largas esperas preboda, Andrés Getino, empresario de 38 años, devoraba un bocadillo sobre su "mochila-silla térmica". "Llevo aquí desde la una de la tarde, y ya tengo localizado el sitio perfecto para ver entrar a los novios y salir a los invitados. Es esa esquina de ahí, junto a la tercera farola. Es que ya he estado en tres bodas de éstas...".

Por supuesto, en las de las infantas Elena y Cristina, en Sevilla y Barcelona, pero también allende las fronteras. "Yo el rollo éste lo empecé en la boda de Andrés de Inglaterra y Sarah Ferguson, en 1986", explicaba Getino mientras alguno, a su alrededor, abría los ojos como platos ante semejante experiencia. "Me acababan de echar del trabajo, y me estaba amargando. Así que me dije: 'Hay que ver mundo'. Y me fui a Londres, a ver la boda. Aquella vez llegué demasiado tarde, a las siete de la mañana, y claro, no me enteré de nada, aunque fue muy bonito. He aprendido, y a la de la infanta Elena ya llegué a primera hora de la noche anterior. Espectacular".

Para la del príncipe Felipe y Letizia Ortiz, Andrés Getino se adelantó quizá demasiado: 22 horas antes del enlace ya estaba allí con su mochila-silla y un paraguas. Sus amigos lo fueron visitando por turnos durante toda la tarde, pero él no temía al aburrimiento: "Yo sé cómo va esto. A la una o las dos de la madrugada empezará el chismorreo y el flamenqueo, y los que quedemos aquí empezaremos a contarnos nuestras vidas".

En los corrillos que se fueron formando junto a las vallas de protección de la catedral, hombres y mujeres de todas las edades hacían fotografías, señalaban la alfombra roja que pisarán los invitados y hacían conjeturas sobre el lugar elegido para el viaje de novios. Los niños, ajenos a bodas y bautizos, miraban asombrados a los policías que patrullaban sobre sus elegantes caballos. Gonzalo de Miguel, de 14 años, contaba que iba a pernoctar frente a la Almudena sólo porque en el colegio le habían encargado "un trabajo sobre la boda", y que sus padres no estaban muy de acuerdo pero entendían que más seguro que allí, anoche, no iba a estar en ningún sitio.

Pasadas las cinco de la tarde llegaron Federico y Quintina, de 69 y 62 años (y casi 40 de matrimonio). Extremeños afincados en Vallecas, estaban tranquilos porque uno de sus hijos y su nuera les habían asegurado que los relevarían "en algún momento de la noche". "Es histórico, nos hace mucha ilusión", insistían muy sonrientes para justificar el esfuerzo de dormir a la intemperie. Para esa hora ya llevaban un buen rato esperando en la calle Patricia Murray y Adela, periodista irlandesa la primera y empresaria jerezana la segunda, que llegaron por separado pero trabaron amistad enseguida. "Regento un taller de ropa en Jerez, me he tomado un día libre y me he venido corriendo a Madrid. ¡Esto se vive una vez en la vida!", decía Adela.

El negocio, como en cualquier cita de este tipo, tampoco faltó. Un paparazzi estadounidense amplió a tamaño natural las imágenes del príncipe de Asturias y su prometida y montó un puesto donde cobraba 10 euros a quien quisiera hacerse una fotografía junto a estos príncipes de papel. Y de Sevilla llegó a última hora un grupo de 48 amigos con una pila de banderas de España adornadas con la imagen de los contrayentes, que vendieron al módico precio de dos euros cada una y el regalo de una pegatina en forma de corazón.

Poco después, la policía informaba a los congregados de que tendrían que desplazar su particular acampada unos 200 metros e instalarse junto al Teatro Real, porque iban a "limpiar" la zona de entrada al palacio. "A partir de las 5.30 de la madrugada", les dijeron, "podrán volver a acercarse a la catedral".

Cada diez minutos, un mismo gesto se repitió hasta la noche: la mirada al cielo, aguantando la lluvia y esperando que hoy escampe.

El Palacio Real de Madrid volvió a ser ayer motivo de curiosidad de cientos de ciudadanos.
El Palacio Real de Madrid volvió a ser ayer motivo de curiosidad de cientos de ciudadanos.JULIÁN ROJAS

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