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A PIE DE PÁGINA

De la muerte y otras niñerías

A los sesenta años, la muerte no tendrá que cansarse mucho para pillarme. Tal como los relojes de los que se fueron siguen marcando la hora sin ellos, indiferentes, autónomos, dejaré los libros por ahí, viviendo el tiempo de los otros. Además, nunca los sentí míos mientras los escribí: vienen no sé de dónde, no sé cómo, y sólo tengo que darles todo mi tiempo y vaciar la cabeza de todo el resto para que crezcan por medio de la mano al final de mi brazo: el brazo me pertenece pero la mano, al transcribirlos, pertenece a la novela hasta el punto de que casi me asustan su empeño y su precisión. Tal vez sea preferible no decir que los escribí: me limité a traducirlos y la mano traduce mejor que yo. Me corresponde solamente el trabajo de corrección e incluso en esa etapa sigue siendo la mano quien decide. Las novelas que se publican con mi nombre tienen cada vez menos cosas deliberadamente mías. En mi opinión, y lo digo con un convencimiento absoluto, me limito a contemplar. Me chupan la sangre y el tiempo y eso es lo único que me exigen. Deberían editarse sin autor en la cubierta, porque desconozco quién es el autor. No creo que sea un ángel, porque si me escondo tras ellos la calidad de la prosa es bastante inferior. No existe, por tanto, ningún motivo para vanidades que, en realidad, no tengo, y no sé si cuando, en nombre de dicho ángel, recibo premios o aplausos, estaré siendo honesto: la mayor parte de las veces me veo como un impostor por quedarme con lo que no me pertenece. Así que con la novela que se está acabando ahora no tengo nada que ver, y eso me fastidia porque se trata, de lejos, de lo mejor que ha hecho mi mano derecha, yo que soy zurdo. Es verdad: al comenzar a escribir, a los doce o trece años, y hasta los veinte y pico, lo hacía siempre con la izquierda y me quedaba enormemente insatisfecho con los resultados. En África, un espíritu cualquiera me susurró al oído:

Si hubiese justicia tendrían que llevarse a mis padres a Núremberg para someterlos a juicio y ahorcarlos

-Prueba con la derecha

probé con la derecha, que dibujaba las letras con dificultad y una caligrafía infantil y, para mi sorpresa, lo que salía de mi estilográfica era totalmente diferente. Para todos los otros escritos, cartas, formularios, recetas, seguí utilizando la izquierda, tan rápida, tan fluida. Guardo preciosamente la derecha para los libros, por miedo a que lo que existe en ella se gaste y se acabe. Con estas crónicas varía: depende de la disposición de la mano y las de la izquierda son bastante peores. No voy a decir con cuál de ellas estoy componiendo ésta, pero creo que a un lector atento le resultará fácil adivinarlo. Es la primera vez que hablo de esto, pero como me explican que tengo sesenta años, lo que se me antoja imposible, me estoy permitiendo algunas confidencias muy íntimas: espero que la mano no se enfade conmigo. Puede ser que mi cuerpo haya durado sesenta años: yo tengo dieciocho o menos

(estoy seguro de que menos)

y en muchas regiones de mi vida

(en casi todas)

sigo siendo un chico: me asombro, me admiro, no piso las junturas que hay entre las piedras, no he perdido habilidad para las canicas, me quedo horas contemplando el sol que avanza por la pared. No vengan a decirme que estoy muy bien para mi edad porque no tengo edad: me falta pelo, es cierto, el que queda ha encanecido, me han salido arrugas, se ha modificado la elasticidad de la piel pero, caramba, aún me gusta la fruta verde de Nelas y casi todo el tiempo creo que los bebés llegan de París sostenidos por el pico de una cigüeña, que son las mejores transportadoras de paquetes postales que conozco. Allí están ellas en el tejado del correo antiguo dando golpes con el pico. Deben de haber hecho una entrega en los alrededores hace poco tiempo. La palmera del correo, las hierbas del patio que nadie cortaba. Construyeron edificios por encima y, no obstante, creo que la palmera aún está allí, agujereando suelos y techos hasta el tercero o cuarto piso, y que las personas de la planta baja se pinchan con los cardos al ir del pasillo a la sala, entre un zumbido de avispas y gatos vagabundos que se hinchan, todo uñas. ¿En qué despensa habrá quedado el rastrillo del jardinero, en qué sala o mostrador donde la señora con gafas, con modales de bibliotecaria, sigue vendiendo sellos? No es injusto que yo tenga sesenta años, es simplemente una mentira: tengo todas mis edades al mismo tiempo, además de un peón en el bolsillo y dos cigarrillos que le robé a mi madre. Luego me fumaré uno, haciéndome el importante, y espero que las chicas me admiren. De sesenta años, nada: ando por los quince, señores, y, así como en el instituto descomponía los polinomios en monomios, en casa, a escondidas, descompongo el alma en sonetos, influidos por el almanaque de mis abuelos. Preparaba lleno de convicción una obra poética tremenda, deslumbradora, que quemé junto a la higuera con la certidumbre vengativa de estar privando a la Humanidad de algo no sólo esencial sino decisivo. La Humanidad, que me obligaba a volver los sábados antes de las once y media de la noche, no merecía otro castigo. Mis padres nunca se imaginaron que por su culpa el mundo quedó privado de un tesoro arrebatador. Los miraba sentado a la mesa y ellos indiferentes, sin remordimiento. Su insensibilidad me helaba de sorpresa. Y comían y conversaban los muy criminales. Si hubiese justicia en este bajo mundo, tendrían que llevárselos a Núremberg para someterlos a juicio y ahorcarlos. Mi padre ni siquiera se rascaba el cuello presintiendo la cuerda: se limitaba a opinar sobre la carne poco hecha y a ordenar que le sirviesen agua y se llevasen el plato a la cocina. Un nazi. Un ciego. Mi madre calentaba el café con la tranquilidad sin dolor de los psicópatas. Sesenta años y un cuerno: hace muy poco me trajo la cigüeña, cigüeña a la que el nazi y la psicópata le dieron un trabajo de mil demonios con la cantidad de bebés que encargaron: las del tejado del correo debían de tener el pico dormido. Pensándolo bien, la muerte aún tiene que comer mucho pan para poder pillarme, yo que doy la vuelta al jardín en menos de un minuto, calculado por el despertador de mi abuelo. Apuesto que no es capaz de colgarse del estribo del tranvía como yo, sin pagar billete. Ni de silbar con los meñiques en la boca. Ni de levantar sólo la ceja izquierda. Entre nosotros, la muerte no vale nada: si no creen en mí, pídanle que se cuelgue del estribo del tranvía o que silbe como yo: en cuanto al estribo, ni soñarlo; en cuanto a silbar, un soplido flojísimo. Y peor aún si intenta jugar a la rayuela: una auténtica torpeza. Ella sí, con sesenta años, una manta sobre las rodillas, y yo en la calle, saltando a gusto, pidiéndole a Dios que haya salchichas con lombarda para la cena. Y si la muerte me señala con su dedito

-Tú

levanto sólo la ceja izquierda y suelto una voluta de humo tan bonita que no tendrá más remedio que aplaudir.

Traducción de Mario Merlino.

FERNANDO VICENTE
FERNANDO VICENTE

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