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Columna
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La sal de la boda

VICENTE MOLINA FOIX

Vicente Molina Foix

El 14 de abril de 1831, cien años antes de la proclamación de la Segunda República, un aristócrata francés que apenas lleva dos semanas en España utiliza por vez primera -en una carta fechada en Madrid- el término "la sal española", escrito en castellano esa y todas las demás veces en que lo repetirá a lo largo de su extensa correspondencia. Para el viajero se trata de una "coquetería animada, elegante", que asocia inicialmente con las mujeres de nuestro país; un mes después de su llegada ya la ve, sin embargo, como una "cualidad nacional". Al noble francés, esa "sal española" le hace gracia, aunque le pone reproches: quienes la poseen se preocupan excesivamente de causar efecto, convirtiendo la viva agitación de sus gestos en melindrosa zalamería. Al cabo de cuatro meses, sofocado por los calores que sufre en Andalucía, da por terminada su visita y regresa, deteniéndose de nuevo en Madrid, a Francia. Lo que ha visto y descrito en más de seiscientas páginas de bellísima prosa epistolar acabará siendo L'Espagne sous Ferdinand VII, sin duda una de las grandes obras maestras de la literatura romántica de viajes.

Pero el tiempo corrió rápido para este parsimonioso legitimista, amigo y admirador de Lamartine y Chateaubriand, a quienes, por cierto, dirige dos de las cartas más sustanciosas, desde Toledo y Sevilla, respectivamente. La España que él conoció bajo Fernando VII era la de los últimos días de la 'ominosa década' absolutista, la del fusilamiento de Torrijos y la ejecución pública de Mariana Pineda en una Granada estremecida, que el observador extranjero, no contento con las puestas de sol en la Alhambra, también refleja elocuentemente; una España de "hombres que pasan parte del día arrodillados ante sus señores religiosos". Cuando el libro se publica finalmente en 1838, el autor se ve obligado a añadir un prólogo para asegurar a los lectores franceses de que la nueva España regida por María Cristina, con sus violentos brotes de anticlericalismo, sus guerras carlistas, sus pronunciamientos liberales, es el mismo país que él plasmó en 1831.

Cómo me gustaría ver por Madrid, en estos días catecúmenos y neopaletos, al marqués de Custine, que es el nombre, digámoslo ya, de nuestro viajero decimonónico. Me gustaría verlo, a eso me refiero, andar por las calles llenas de floripondios y luces de bulimia, o destapar -como Diablo Cojuelo- los techos de los palacetes donde el obispo y la duquesa llevan días planchándose los faldones; pues verle se le puede ver, mientras siga en pantalla, en los cines Verdi de Bravo Murillo. Allí se proyecta la película más original y fascinante de la cartelera actual, El arca rusa, poema en un solo plano de 90 minutos con el que su director, Alexandr Sokurov, recorre vertiginosamente las salas del Hermitage y la historia de Rusia llevado de la mano izquierda y el ojo sinvergüenza de Custine, quien visitó las capitales rusas un año después de publicar su libro español.

La atractiva paradoja de Custine es que se trataba de un monárquico que escribió las páginas más ácidas contra el señorío feudal de los zares; de un católico a ultranza que en Madrid y Sevilla, mientras disfrutaba de la pintura devota de Murillo, arremetía implacablemente contra el poder de un clero cerril. Dos citas sacadas de sus cartas de España: "Por doquier, el espiritualismo es una opinión: en España es un hecho social, es un reino...". "Aquí, el rey no aparenta respeto hacia el catolicismo por ser rey; al contrario, sólo porque es católico es rey. Lo esencial, en España, no es la monarquía, es la religión".

¿Creen en Dios, en sus pompas y en las obras (pictóricas) de monseñor Rouco los contrayentes del sábado? No es mi costumbre indagar en las creencias íntimas de nadie, pero me parece que en este caso los rasgos, ya de por sí grandilocuentes, de una "boda de Estado" se han extralimitado a un acto sacramental de efectismo religioso con un cierto aroma ultramontano. Y esto sucede, 170 años después de 1831, en un país cuyo monarca, al contrario que los reyes de Inglaterra o Marruecos, no es el líder de la religión estatal.

Aclaro que El arca rusa no es una película para todos los estómagos; amigos míos han salido del cine empachados de su metáfora. Tampoco la boda, por muy salados que nos resulten los novios, será -para el paladar de los mortales- más que un rancio manjar de dioses.

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