Cinco sin con Claudio
Se dice que el poeta Paul Verlaine viajaba siempre con una maleta que sólo contenía un diccionario. Según cómo se mire, eso puede significar que no llevaba casi nada o que lo llevaba todo al llevar el idioma entero, las palabras una a una. Las palabras que son un imán, un espejo o un desagüe y que en los labios de los cínicos y los manipuladores pierden su inocencia para convertirse en un arma: "A la letra incendiaria le habremos consentido el derecho a incendiar", dice el escritor egipcio Edmond Jabès en Esto sigue su curso, primer tomo de El libro de los márgenes, que acaba de aparecer en España.
El poeta y académico Claudio Rodríguez no iba siempre con un diccionario, pero solía llevar consigo, a veces por fuera y a veces por dentro, dependiendo de si estaba en otra ciudad o estaba en Madrid, un montón de esas palabras claras con las que escribía lentamente sus libros. Si no estaba en Madrid, llevaba en la mano un tomo con sus obras, para leer en público los versos de Don de la ebriedad, Conjuros, Alianza y condena, El vuelo de la celebración y Casi una leyenda. Si estaba en su segunda ciudad, paseaba casi todo el día por los alrededores de la calle de Lagasca con un poema nuevo en la cabeza, entraba en los mercados y los bares para meditar una estrofa esquiva, o se sentaba en el Café Gijón para apuntar unas líneas en un papel; y, un poco más tarde, en cualquier otro sitio, esbozaba alguna idea en un billete de autobús, un posavasos o un trozo de periódico, y luego otra y otra. Una tarde, en su casa, me enseñó una carpeta en la que guardaba cientos de esos papelitos que parecían pétalos de la flor del caos y de los que al final esperaba sacar un poema. "Yo sé perfectamente qué hay ahí, me dijo, "sólo me queda saber en qué orden va cada cosa".
Madrid fue la segunda ciudad de Claudio Rodríguez porque es la ciudad que eligió para vivir y la ciudad donde murió. La primera fue Zamora, en la que había nacido en 1934. Al ganar el Premio Adonais en 1953, cuando sólo tenía 19 años, su talento deslumbró a casi todos, incluidos los más acostumbrados a las luces intensas: Francisco Brines ha calificado hace poco aquel primer libro, Don de la ebriedad, de "milagroso", y Vicente Aleixandre, premio Nobel de Literatura, telefoneó, nada más leerlo, a su amigo Carlos Bousoño, según ha confesado éste, para llamarle la atención sobre aquella nueva voz, original y certera, de la poesía española. A nadie le fueron indiferentes los poemas de Claudio Rodríguez, tan minuciosamente sencillos que al leerlos resulta fácil recordar cierta sentencia del compositor Claude Debussy: "La tarea del pianista es hacer olvidar al público que el piano es una caja llena de pequeños martillos". Francisco Brines y Carlos Bousoño son algunos de los escritores que estos días, cuando se cumple el quinto aniversario de la muerte de Claudio Rodríguez, le recuerdan en el Ateneo de Madrid. No les costará trabajo, porque Claudio es una persona fácil de recordar, siempre tan igual a sí mismo, con su inalterable sonrisa de antiguo muchacho, los ojos muy negros, aquella voz un poco metálica con la que solía quitarse importancia cuando le hablabas de su obra, un cigarrillo perpetuo en la mano derecha y un vaso en la izquierda. Sumas todo eso y sale un Claudio tan cercano que resulta complicado admitir que haya muerto. Sí que se ha muerto, para siempre, hace cinco años, pero cuando abres tu agenda ves su número de teléfono, aún tan reciente, y es como recibir una llamada suya desde el más allá que te dice: no me olvides.
Sus camaradas, estudiosos y lectores no le olvidan, como demuestra el homenaje oportuno que se le tributa en el Ateneo de Madrid. Qué poco cuesta imaginarlo alejándose, calle de Lagasca arriba, camino de la que fue su casa de siempre hasta que un casero avaricioso lo echó de ella, acabando por dentro o alguno de los poemas de lo que iba a ser un libro titulado Aventura o las palabras para una despedida que forman el último poema de su último libro editado, Casi una leyenda: "Tú no sabías que la muerte es bella / y que se hizo en tu cuerpo. No sabías / que la familia, calles generosas, / eran mentira. / Pero no aquella lluvia de la infancia, / y no el sabor de la desilusión, / la sábana sin sombra y la caricia / desconocida. / Que la luz nunca olvida y no perdona, / más peligrosa con tu claridad / tan inocente que lo dice todo: / revelación. (...)". No hay que permitirle a Claudio Rodríguez que se aleje. No nos conviene ni a nosotros ni a él. A los muertos que merecen la pena no hay que dejarlos descansar en paz.
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