Adiós al 'tren de la bruja'
El sábado pasado se me ocurrió ir con mis dos hijos, de año y medio y tres años de edad, a la popular verbena de San Isidro. Llevaba toda la semana chantajeando al mayor, porque el pequeño ni se entera, con la posibilidad de montar o no en el tren de la bruja en función de si tomaba o no la cena o de si se portaba bien. No sé sobre qué conciencia recaerá el hecho de que, para mi hijo, su madre ya no tenga palabra (porque él se portó bien, pero no puso ni un pie en el dichoso tren). Los dos tuvieron que soportar una masa de gente que desbordaba las calles por las que se desenvolvía la feria, el continuo olor de todo tipo de viandas fritas que ellos son incapaces de comer, el ensordecedor ruido de las tómbolas, la tentación de unos globos que el vendedor les ponía delante de sus manitas para que luego mamá les hiciera devolverlos... En fin, todo ello podía ser llevadero sólo porque al final el premio de consolación era... el tren de la bruja.
Después de dar muchas vueltas, conseguimos llegar al lugar elegido por el Ayuntamiento para que los feriantes colocaran sus atracciones. Se trataba de una ladera empinada, donde los "cacharros" se apelotonaban unos contra otros, donde apenas quedaba espacio para que los padres reflexionasen sobre dónde colocar a sus pequeños, donde los carritos de los bebés (que los había, y muchos) eran incapaces de hacer rodar sus ruedas en condiciones... Todo era aturullador y, para colmo, como sólo había un tren de la bruja (seguramente no cabían más en ese desgraciado espacio), la cola era desesperante; tanto, que hubo que claudicar.
Yo creía que en las ferias y las verbenas los niños eran un "objeto" a mimar, pero en esta ocasión el Ayuntamiento de Madrid reservó el mejor ámbito para llenar el estómago y no para hacer disfrutar a esas criaturas que nos siguen a todas partes, aunque les llevemos a la mayor de las vorágines.
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