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Columna
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AVE infernal

Tiempo hubo, años atrás, cuando era posible, con un billete de primera clase, tener la seguridad de poder subir al tren y viajar cómodamente, sin excesivas interferencias o injerencias de otros representantes del género humano. Ya no.

El viernes pasado me tocó hacer el trayecto en preferente desde Sevilla a Madrid. Hay que reconocer que el AVE es un invento extraordinario, que apenas se nota la velocidad con la cual transita por montes y llanuras, y que no es moco de pavo que sea capaz de llevarte desde la capital andaluza a la de las Españas en dos horas y media. Pero, ¿y los móviles?

Uno estaba en la fila de la izquierda, de asientos individuales, con nadie al lado. Parecía, pues, que iba a ser factible leer, escribir, meditar. Pero cuando se sentó delante de mí José Luis López (le llamo así) e inició la primera llamada, comprendí que era verdad lo que me habían dicho: que ir en el AVE es un suplicio. Antes de que el tren saliera de Santa Justa, a las tres de la tarde en punto, hubo un requerimiento por parte de Renfe. Por favor, que los deseosos de hablar por teléfono utilicen los espacios indicados. Pero estaba claro que el compatriota López no le iba a hacer caso alguno. Tenía su móvil a medio metro de mi oído. Imposible no escuchar cada palabra. El tren estaba lleno, a tope, me aseguró una azafata. No se podía cambiar de sitio. Comprendí que la única manera de aguantar el viaje sería ir apuntando las ocurrencias del vecino... y escribir esta columna.

Entretanto a mi derecha, al otro lado del pasillo, se habían sentado dos alemanes robustos y de voz potente que, después de efectuar varias llamadas con sus móviles, iniciaron una conversación bulliciosa que no terminaría hasta llegar a Madrid. Cuando quieres leer una novela y tienes delante a un López y a tu derecha a un par de alemanes hablando alto del vino de Rioja, es difícil concentrarse. Y difícil no sentir ganas de cometer un triple asesinato.

José Luis estaba empeñado en organizar su programa de esta semana en Bilbao. A veces no le oían bien sus gentes y tenía que subir la voz ("Digo: ¿te va bien el martes? ¿O se te hace muy complicado? ¿Cómo? Complicado)". A cada uno de los interlocutores había que explicarle, entre risas, que llevaba cinco días viajando sin parar pero que no se preocupara, que todo ya volvía a la normalidad. Y había que desearle un enfático "buen fin de semana". Muy correcto, López. Antes de cruzar Sierra Morena había despachado unas quince conversaciones, algunas largas.

Ya en La Mancha, mientras nuestro hombre seguía perorando por el móvil, los alemanes cambiaron de tercio y empezaron a desmenuzar, con la misma ininterrumpida contundencia, las virtudes de los caldos de Valdepeñas, entreverando sus comentarios con un chorro de estadísticas relativas a ventas y distribución de los mismos. Yo me mareaba.

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Con los teutones, López y -¡encima!- el insistente siseo de la película que llegaba desde los auriculares de otro pasajero cercano, las dos horas y media, en potencia tan placenteras, se convirtieron en calvario. ¿Clase preferente? La próxima vez, lo siento, cojo el coche.

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