Naturalmente
Todo sistema de dominación muestra una imperiosa necesidad de legitimación. Incluso aunque el poder de que goza sea inmenso, precisan convencer de que lo que hacen está, de alguna forma, justificado. El concepto de naturaleza ha sido probablemente uno de los más utilizados para dar legitimidad a lo que es de hecho queriendo convertirlo en de derecho, en lo que debe ser. Ya Aristóteles afirmaba que las mujeres y los esclavos eran "por naturaleza" inferiores a los varones libres, frente a muchos sofistas que habían defendido que la situación de unas y otros respondía a una mera convención establecida por los seres humanos y por ellos mismos revocable. Es decir, que mujeres y esclavos más que ser inferiores "por naturaleza", habían sido inferiorizados por otros seres humanos: sólo era una contingencia histórica, algo que de hecho había sucedido.
Somos los seres humanos los que definimos qué es la naturaleza o qué es ser natural
Después, fue la idea de Dios la que ocupó durante mucho tiempo el lugar preferente en la legitimación de las injusticias: las cosas eran así o asá "porque Dios lo quería". Pero con el proceso de secularización de la Modernidad, volvió la naturaleza a ocupar el lugar central en la legitimación de los hechos. La filósofa feminista Celia Amorós ha explicado con detalle cómo en la Ilustración la categoría de naturaleza adoptó un carácter paradójico y contradictorio: la naturaleza era lo que la cultura debía transformar y domesticar, a la vez que aquello a lo que regresar, como se aprecia en el mito del buen salvaje. En todo caso, quedaba claro que caben distintas concepciones de naturaleza, concepciones que serán culturales, cambiantes, históricas, es decir: todo menos naturales. La naturaleza puede ser entendida tanto como aquello de lo que escapamos como aquello a lo que aspiramos, según la idea de naturaleza que suscribamos.
Buena parte de la teoría feminista se dedicó en sus inicios a enumerar todo lo que en relación con las diferencias entre mujeres y hombres no es natural, por mucho que nos lo haya llegado a parecer de tanto repetirse. Que las mujeres lleven falda o el pelo largo o se dediquen a los demás de forma enfermiza, o que los hombres conduzcan tractores, sean ministros o vayan al fútbol, podrá parecernos mejor, pero desde luego, nada tiene que ver con la naturaleza. Una cosa son las características biológicas diferenciadas de varones y hembras y otra muy distinta las toneladas de retórica que durante siglos se echó encima de esas diferencias convirtiéndolas en desigualdades.
El uso abusivo e improcedente del adjetivo natural había llegado hasta el extremo de hacerlo aparecer donde lo que se quería decir era bueno, decente, conveniente, moral, normal, saludable, etc. La publicidad es una clara muestra de la equiparación de natural con bueno o saludable. Equiparación que no se sostiene si reparamos en que no siempre lo bueno es natural ni lo natural es siempre bueno: piensen en las setas venenosas. El timo de presentar como natural lo que nos parece conveniente, es escandaloso cuando se equipara con normal.
Por todo ello, parece que tendría que estar suficientemente claro que considerar naturales o no naturales hábitos, costumbres, formas de vida, cualquier cosa relacionada con conductas humanas, es una operación eminentemente cultural: somos los seres humanos los que definimos qué es la naturaleza o qué es ser natural. Ya ha sido suficientemente desenmascarado que utilizando la expresión natural lo que se pretende es justificar sumariamente lo injustificable, dar apariencia de inevitabilidad a lo que, pudiéndose cambiar, se opta interesadamente por mantener.
La operación implícita que efectúa la legitimación naturalista es la siguiente: podrá tal situación pareceros mejor o peor, pero no tiene sentido rebelarse contra ella ¡es así por naturaleza! Pretender lo contrario sería ir contra natura, antinatural, no hay nada que hacer ¿osaría alguien manifestarse contra la ley de la gravedad? ¡absurdo!
Pero las leyes humanas no son como las leyes naturales; estas las descubrimos y funcionan siempre y en todo lugar al margen de nuestro parecer, aquellas las elaboramos y promulgamos, y evolucionan y cambian con el tiempo. Es lo que ocurre con las leyes de adopción .
El diputado regional del PP en el parlamento de Aragón, Ángel Cristóbal, apoyó la semana pasada el rechazo de su grupo a la ley de adopción aprobada en esa comunidad en, según dijo, "la ley natural". "Una persona sin brazos no puede jugar al tenis", afirmó, "dos mujeres o dos hombres no pueden tener un hijo y eso lo dice la naturaleza". No cabe ninguna duda de que eso dice Cristóbal que dice la naturaleza. ¿Se lo habrá dicho a él un pajarito? ¿en qué idioma? Ya sé que lo de que la naturaleza dice tal o cual es una metáfora, no es literal, la naturaleza no dice nada. ¡Claro que dos mujeres o dos hombres no pueden concebir o engendrar descendencia! Tampoco pueden las parejas heterosexuales estériles (ni ningún ser humano volar por sus propios medios). De lo que se trata es, precisamente, de que puedan adoptar.
Si al PP le parece mal, estaría bien que intentara explicar por qué, pero que no maniobre pretendiendo legitimar su negación de derechos a una parte de la población como si fuera un destino ineludible, ya somos mayores. Siempre podrán defender sus ideas como lo que son, un proyecto político en competencia con otros.
Afortunadamente la ciudadanía percibe lo retrógrado de ese proyecto, y cada vez que se plantea el debate sobre la equiparación de derechos de una parte de la ciudadanía (gays y lesbianas) con otra parte de la ciudadanía (heterosexuales), lo mejor de la postura de la derecha es lo desfasada y fuera de lugar que resulta. De todas formas, no es obligado que los gays, lesbianas o heterosexuales estériles del PP adopten criaturas si no lo desean. Ni que los militantes -incluidos heterosexuales fértiles- de ese partido viajen en avión. No vayan a atuar contra naturam.
Tere Maldonado es profesora de Filosofía y Ética y miembro de la Asamblea de Mujeres de Bizkaia.
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