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Columna
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Cuento cruel

Con un estilo depurado al máximo, casi espectral; sin adornos ni metáforas que puedan ser recovecos o zonas de sombra del sentido, los relatos de Raymond Carver cuentan la realidad de la otra América blanca, la que vive en los márgenes del sueño americano: pobreza, desempleo, educación bajo mínimos, desarraigo. Gente que durante toda su vida no conoce otra cosa que subsidios o trabajos precarios; aquí o allá; que a menudo cría a sus hijos en roulottes. Gente como la familia protagonista de La brida, uno de los relatos implacables de Carver: "Una camioneta vieja con matrícula de Minnesota se detiene en un espacio vacío frente a la ventana. Hay un hombre y una mujer en el asiento delantero, dos chavales en el trasero. Esa gente parece cansada. Hay ropa colgada en el coche; maletas, cajas y otras cosas apiladas en la parte de atrás... Eso es todo lo que poseen".

Los norteamericanos tienen un nombre para esta categoría social (y se comprende la energía con que algunos se acogen al amparo del lenguaje políticamente correcto); la llaman white trash. Basura blanca.

Entre las imágenes terribles de las torturas infligidas a los prisioneros iraquíes en la cárcel de Abu Ghraib, no puedo evitar que se me cuelen personajes de Carver o de películas como Boys don't cry (Los chicos no lloran), una de las representaciones más explícitas que he visto en mi vida de esa cruda realidad del white trash, de los marginados del sueño americano. Porque es de allí de donde procede la soldada Lynndie England que arrastra a un hombre con una correa de perro sin saber, muy probablemente, situar Irak en un mapa, ni desde luego el País Vasco donde yo estoy escribiendo sobre ella; ni marcar, dentro de las fronteras de su propio país, la ubicación exacta del cuartel general del Pentágono, desde donde se diseñan y dirigen las operaciones especiales de esa guerra repugnante.

Pienso en Raymond Carver, porque en los márgenes del sistema -entre líneas - ha crecido, en una caravana, la soldada England, la que se burla, delante de una cámara, de unos hombres desnudos, humillados; sin saber o mal comprendiendo que esa fotografía para la que posa tan contenta es sobre todo radiografía de su envilecimiento.

La soldada England ahora ya no sonríe; está detenida, esperando un consejo de guerra. Pero responde, tranquila, relajadamente que a ella le ordenaron hacer lo que hizo. Reír para la foto; tirar de la cuerda. Que recibió instrucciones. Que pensaba que nada de aquello estaba prohibido; al contrario, que sus superiores apoyaban esas y otras vejaciones y torturas. Que incluso la felicitaron.

Estoy segura de que dice, de un modo abrumador, exhaustivo, la verdad. Desde la superficie de la orden directamente recibida; hasta la profundidad de una incultura hecha de ausencia de datos y herramientas críticas, y de intoxicación moralizante. (¿"Quién sabe por qué hacemos lo que hacemos?" se pregunta otro personaje de Carver). Estoy segura de que no miente; de que ella es sólo el vértice de la punta del iceberg de la responsabilidad y de la culpa. Sólo una pieza mínima de la gran maquinaria.

Y sin embargo no puedo evitar pensar con horror, mientras la miro, infantil y serena, ahora sin uniforme; que estamos en sus manos. Que Lynndie England pertenece a la categoría de los desamparados del sueño americano que tienen un gran poder. Tanto poder, que mientras Donald Rumsfeld se jacta en Irak de sobrevivir ayunando de prensa, los estrategas de la Casa Blanca preparan viaje tras viaje del presidente hacia la América profunda; porque saben que es ahí, entre los que de verdad no leen nunca un periódico, donde Bush puede recolectar los votos que le aseguren la permanencia y la impunidad en el poder. Que es ahí donde los mensajes de uniforme -quiero decir, de camuflaje- pasan mejor: manzanas podridas; valores de la primera democracia de la tierra; que dios nos bendiga y nos haga más grandes, exportadores de más democracia y libertad.

Saben que sólo en esos parajes, pobremente amueblados, puede creerse aún esa ficción absurda. Ese cuento cruel.

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