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La degeneración de la guerra

Hace tres fines de semana participé en un fascinante congreso internacional celebrado en la Universidad de Yale y titulado "La degeneración de la guerra, 1914-1945". Los académicos presentes en el congreso analizaron diversos casos prácticos inquietantes de la I y la II Guerras Mundiales en los que la lucha se había vuelto más mortal, la disciplina militar se había deteriorado, y los derechos humanos se tenían cada vez menos en consideración. Si bien el tema se limitó a esas dos conflagraciones, está claro que el concepto de degeneración de la guerra se puede aplicar a otros momentos y lugares. Se dan al menos dos tipos de degeneración -o, si lo preferimos, deterioro- en tiempos de guerra. La primera hace relación al mero aumento físico de la letalidad de las armas empleadas, lo que lleva a que se produzcan en el campo de batalla muchas más bajas de las esperadas. Piénsese en el impacto que tuvo la ametralladora y el alambre de espino en la batalla del Somme (1916), donde el Ejército británico sufrió 60.000 bajas, entre muertos y heridos, el primer día de los asaltos. La letalidad puede también golpear en el frente interno. Piénsese en la evolución de los bombardeos estratégicos en la II Guerra Mundial, en la que la carga de municiones lanzada por los alemanes en 1939-1940 (Varsovia, Amsterdam, Londres) fue pequeña en comparación con la lanzada por los Aliados en 1945 (Dresde, Tokio). Ésta es una degeneración por cómputo de cadáveres.

Pero la segunda forma de degeneración en la guerra es incluso más alarmante. Se refiere al deterioro de los principios, el incumplimiento de las convenciones de La Haya y de Ginebra, los malos tratos a prisioneros y civiles, la expulsión forzosa de habitantes, el asesinato masivo de grupos étnicos y religiosos. La historia del sangriento siglo XX está repleta de ejemplos de todo lo anterior, aunque épocas anteriores están también plagadas de atrocidades (la Guerra de los Treinta Años en Europa, los furiosos ataques contra los indios en Norteamérica por parte de los colonos ingleses, la captura otomana de Constantinopla).

Salí de ese congreso preguntándome tristemente si alguno de los principales miembros del Gobierno de Bush y de los intelectuales neoconservadores que animaron a la Casa Blanca a marchar sobre Bagdad se habían planteado en algún momento que nuestra actual guerra en Irak podría provocar su propia basura de degeneraciones. Al fin y al cabo, ahora parece que muchos generales del Ejército advirtieron de que mantener la ley y el orden en Irak sería mucho más difícil que simplemente expulsar a Sadam Husein, de que la guerra urbana sería horrible, y de que las bajas aumentarían. Pero el equipo Cheney-Rumsfeld-Wolfowitz no tenía intención de escuchar a los profesionales, a no ser, por supuesto, que los soldados se mostraran de acuerdo con la interpretación edulcorada que ellos hacían de cómo se desarrollaría la guerra.

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La segunda forma de degeneración, más horrible, está justamente ante nuestros ojos, en las fotografías y los vídeos de lo ocurrido en la cárcel de Abú Ghraib y, según lo dicho ahora por la Cruz Roja Internacional, en otros campos de detención. Esto ha enfurecido al mundo, y también ha escandalizado a muchos estadounidenses, que hasta ahora habían tenido en increíble gran estima a sus Fuerzas Armadas. Desde los desastres de Vietnam, esas fuerzas han sido retratadas como mucho más profesionales, no sólo con niveles más elevados de eficacia bélica, sino también más disciplinadas y con mejores códigos de conducta. Además, sus superiores políticos les habían dicho que no era probable que en Irak encontraran un deterioro similar al de Vietnam, porque el grueso de la población iraquí estaba deseando ver a las tropas estadounidenses entrar en el país para liberarlo de Sadam Husein.

También esto es inquietante. A la opinión pública estadounidense se la alimentó con mensajes optimistas al mismo tiempo que los encargados estadounidenses de tomar las decisiones estaban ciegos ante las lecciones de la historia militar, que nos enseñan que las guerras empeoran, no mejoran, independientemente de la fuerza armada de la que se disponga. El observador escéptico se preguntará lógicamente si la razón por la que el Pentágono hizo una campaña tan furiosa en contra de la Corte Penal Internacional durante los últimos tres años o más es precisamente porque predecía que esto podría ocurrir, en algún momento futuro, y quería proteger a los soldados estadounidenses de la investigación y el tribunal internacionales. El juicio internacional está bien para los serbios, y los sudaneses, y los ruandeses, pero no para los estadounidenses.

A medida que se extendió la primera degeneración, aumentaron las pérdidas y la lucha se volvió más sangrienta y frustrante para los jóvenes soldados estadounidenses, comenzó a producirse el segundo tipo de degeneración: no hace diez días, sino el año pasado. Exhaustas por el conflicto, exasperadas porque no se hubiera cumplido la prometida vuelta a casa, enfurecidas por la muerte de compañeros, ciertas unidades estadounidenses trataron con dureza a sus prisioneros. Las peores fueron las acciones de las unidades del Ejército encargadas de la vigilancia de prisiones, que parecen haber estado compuestas por soldados de menor calificación y menos disciplinados, con muchos de los hábitos mantenidos por los vigilantes de penitenciarías del sur de Estados Unidos antes de las reformas civiles. Está también la dudosa cuestión de los vigilantes de prisión de contratas privadas, que sin duda el Congreso deberá investigar. A esto se puede añadir el error de juicio de los mandos intermedios, y la desidia de los militares de alta graduación. Con la moral y la conducta hundidas en diversos niveles, se cometieron actos sucios.

La guerra es el Infierno. Como tan a menudo advirtió Clausewitz, raramente acaba donde se esperaba que concluyera. Esto es algo en lo que los estrategas neoconservadores nunca pensaron. La degeneración moral en la guerra es algo que los altos mandos militares, aunque les inquietaba que la situación posterior a la batalla no fuera agradable, no previeron. Los mandos intermedios del Ejército, preocupados por resaltar la dureza y la fuerza ante sus tropas, olvidaron en ocasiones hacer hincapié en las normas de la guerra. Ahora se ha mancillado un buen servicio. Rodarán cabezas, por supuesto, aunque (en el momento de escribir este artículo) no en el nivel en el que deberían: es decir, la Secretaría de Defensa.

Pero las consecuencias desastrosas e inesperadas de este comportamiento degenerado no paran aquí. Estados Unidos se ha metido más en el cenagal iraquí, arrastrando con él hacia el barro a los gobiernos británico, australiano, polaco e italiano y a otros gobiernos aliados. Ahora, al pedir ayuda a Naciones Unidas -la organización que el vicepresidente Dick Cheney y compañía tacharon el año pasado de irrelevante- no tiene perspectivas de obtener un respaldo inmediato. Este Gobierno, si no pone extremo cuidado, tiene la oportunidad de destruir el sistema de Naciones Unidas, del que el padre del presidente Bush fue tan acérrimo partidario. Necesitamos desesperadamente un Consejo de Seguridad fuerte para salir del lodazal, ¿pero por qué iban China o Francia a mover el trasero para ayudar a Estados Unidos a estas alturas? ¿Por qué iba India, claro candidato a conseguir un escaño permanente con derecho a veto, a hacer un esfuerzo cuando Estados Unidos se está retorciendo en el aire?

Colossus (Penguin, Nueva York, abril de 2004), el libro socarrón y controvertido recientemente escrito por el profesor Niall Ferguson, lleva un importante subtítulo: The price of the american empire [El precio del imperio estadounidense]. Estados Unidos, sostiene, posee todo el poder del mundo, en un sentido militar y material, pero su opinión pública no puede soportar graves pérdidas sobre el terreno en guerras extranjeras y el país no puede hacer frente a sus importantes déficit comercial y presupuestario. Ante todo, añadiría yo, no puede reconciliar este golpe (la noticia de horrorosos y patentes malos tratos a los prisioneros) con su afirmación ideológica y cultural de ser una "ciudad sobre una colina", un faro para las naciones, el portador de la antorcha de la democracia y de los derechos humanos.

La simple foto de una joven y tosca recluta sujetando a un iraquí desnudo con una correa de perro va a dar al traste con el sueño wolfowitziano de convertir Irak y todo Oriente Próximo en algo parecido a Kansas. Todo ese orgullo desmedido ha estallado en pedazos y, bajo la superficie, los murmullos de retirada y abandono están aumentando, incluso en Washington. Pero la marcha del secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, si se produce, no servirá más que para atizar las llamas. El mundo árabe se regocijará, los detractores de Estados Unidos dirán "ya os lo dijimos", los amigos se pondrán a cubierto, y el caos continuará. Y el 30 de junio -día en que está proyectado devolver la soberanía a Irak- se acerca. Cualquiera que afirme saber cuál es el resultado es (como decía George Bernard Shaw) un charlatán. Nos espera un viaje turbulento. Una vez que empiezas una guerra, nunca pienses que puedes controlar su degeneración y sus consecuencias.

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