Palabra musical contra las guerras
El credo pacifista del Réquiem de guerra inundó anteanoche el Auditori de Barcelona en la primera gran cita musical del Fórum. La monumental partitura del compositor británico Benjamin Britten es un clamoroso canto contra la guerra, contra todas las guerras, que tuvo como supremo guía a Mstislav Rostropóvich, un mito viviente que respira música y combate la intolerancia con la misma energía que derrocha en los escenarios.
El gran músico azerbaiyano se entregó a fondo, con el corazón encogido por la sobrecogedora fuerza expresiva de un canto a la reconciliación que simboliza, como pocas partituras, los valores de paz, convivencia y diversidad cultural que inspiran al Fórum de las Culturas.
El carisma de Rostropóvich inspiró a una espectacular plantilla orquestal y coral, integrada por más de trescientas personas, en un despliegue de efectivos que impresionó, de entrada, al público, que en la noche del viernes casi llenó el Auditorio. El Réquiem de guerra dejó sin aliento al público que asistió en 1962 a la ceremonia de reconsagración de la catedral de Coventry, reducida a escombros por los bombardeos de la Luftwaffe alemana en 1940, en mayo de 1962. Más de cuarenta años después de su estreno, su mensaje de reconciliación sigue vivo, como una elocuente palabra musical contra la barbarie bélica que Rostropóvich, amigo de Britten y declarado pacifista, dirigió con el corazón en un puño.
La energía y la convicción del genial violonchelista y director de orquesta azerbaiyano disparó la temperatura emocional del concierto. La Orquestra Simfònica de Barcelona i Nacional de Catalunya (OBC) dio la talla en una obra compleja, con su plantilla reforzada y desdoblada en dos formaciones, una sinfónica y una de cámara. Una entusiasta masa coral, integrada por el Orfeó Català, el Cor Madrigal y la Escolanía de Montserrat, y un soberbio trío de voces solistas formado por la soprano lírica rusa Olga Guryakova, el barítono danés Bo Skovhus y el tenor australiano Steve Davislim, que sólo perdió algo de fuelle al final de la obra.
Sin perderse en detalles, clarificando los planos y buscando siempre la expresividad más directa, Rostropóvich dejó que la música, sin concesiones a la espectacularidad, llegara directamente al corazón del público. Sin abusar de los contrastes dinámicos, logró clímax sonoros de enorme impacto y momentos de indescriptible belleza lírica.
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