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LA CRÓNICA
Columna
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El peso muerto de las Diputaciones

Desde que el régimen autonómico se consolidó, las diputaciones no sirven para otra cosa que para nutrir la inflación y garantizar la pervivencia de los límites y la administración provinciales. Quizá en algún tiempo, como proclaman sus apologistas -que los hay-, pudieron tener otras utilidades, además de los obvios propósitos centralizadores, que son su razón de ser. Y no hay que remontarnos mucho en el pasado para constatar sus esporádicos servicios a la autonomía en gérmen, huera de dineros y atribuciones. Fue entonces cuando la corporación de Valencia exprimió sus posibilidades para, cuando menos, tomar algunas iniciativas inusuales y premonitorias de la frágil Generalitat que arrancaba.

Pero desde entonces, y a pesar del precepto constitucional que las ampara, las diputaciones son un anacronismo progresivamente desvertebrador que no solo se solapa en las competencias de las consejerías sino que también propicia reductos de poder personal que en poco o en nada contribuyen a la gobernación eficaz del ámbito autonómico. De la autonomía y del partido gobernante, como es el caso del PP valenciano en estos momentos, con frentes polémicos abiertos en las tres corporaciones provinciales. Véase, si no, a José Joaquin Ripoll, que preside la de Alicante, convertido en un foco de contrapoder al molt honorable Francisco Camps. Sin esa poltrona, parece evidente que no hubiese sacado pecho con el arrojo que ha exhibido para defender el legado y los cargos de obediencia zaplanista.

En Castellón estamos ya viendo, no sin asombro, las tribulaciones penales y mediáticas del titular corporativo, Carlos Fabra, enviscado en ni se sabe cuántos episodios dudosos, pero aparentemente rentables y asociados a su condición de gestor provincial y prohombre público. No sería prudente aventurar el desenlace de esta zarabanda jurídica y cruce de acusaciones, pero tampoco nos parece temerario asegurar que, a la postre, el PP acabará moralmente herido y electoralmente lisiado si este contencioso se prolonga con nuevos capítulos semejantes a los divulgados. Con tanto abono hasta la oposición más desmayada se espabila. Otra diputación, pues, en plena efervescencia, singularmente notable por acontecer en un páramo político y concernir a un personaje con tanto mando en la plaza.

Y Valencia, con el inefable Fernando Giner en danza, cuando si por decoro fuera ya debería de haber pedido licencia para retirarse a su feudo de La Costera. Algo que, aunque vencido y desarmado después de tantas maniobras contra el presidente Camps, no parece que le tiente. El caballero resiste en su fortín de la Diputación, a la espera de que sean sus propios diputados quienes le señalen el camino de la retirada. Pero mientras llega esa hora indeclinable, el ínclito presidente no pierde la oportunidad de ejercer de tribuno y aleccionarnos con sus pintorescas interpretaciones de la actualidad política. Una lástima que pierda el tiempo en estos ejercicios retóricos y no se apreste a restablecer la concordia en su propio grupo político y sanear las finanzas de la casa que hasta para alguno de sus colegas son un caos. Abusa de que la corporación esté blindada contra la quiebra y su liquidación por impago.

Pero de todos los disparates que nuestro presidente corporativo airea, hay uno que debe ser especialmente aflictivo para el sector más abierto y prudente de su propio y actual partido. Nos referimos a la grotesca obstinación en remover las cenizas del anticatalanismo a propósito del Plan Hidrológico Nacional. Ahora resulta que a juicio de este lúcido observador, Esquerra Republicana es la culpable de que a los valencianos se nos niegue el agua, el pan, la sal y la ampliación del puerto. Lástima que el eminente y regionalista Giner no diga una palabra acerca del Júcar, que bien podría compartir destino con el exangüe Segura.

Es posible que tan anticuada y sonrojante retórica movilice algunos pocos crédulos y, sobre todo, vividores. Esas pavesas están ya más que agotadas. Pero si el PP ampara el intento es seguro que se hundirá en el descrédito, por irresponsable. La solución del enredo está clara: ya que no puede eliminar la diputación, neutralícese a su presidente. Un lastre menos.

¿EN QUÉ QUEDAMOS?

Un líder político primerizo puede confundir una gaiata con una falla o incurrir en despistes parecidos. Pero lo que no debe hacer es ignorar su catón ideológico y programático a fin de no desconcertar a su clientela. Sobre todo cuando tan pocos principios sólidos y distintos se retienen, como es el caso de los socialistas. Para estos estaba claro que la TV pública lo era sin medias tintas ni trampas, como propone el PP. Ahora resulta que el líder del PSPV, el despistado Joan Ignasi Pla, quizá en un lapsus, abre la puerta a la dichosa "externalización" de servicios. Lo mismito que vendía Zaplana. ¿En qué quedamos?

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