Baile y mimo en el Himalaya
Su accidentado viaje a Nepal tuvo un fruto: a la vuelta, el director de la compañía de danza que lleva su nombre creó una fundación para enseñar a bailar a niños desfavorecidos. A pocas horas de la representación de Volar hacia la luz y otras piezas se rió con los avatares de aquel periplo.
Más que unas vacaciones, lo del Nepal fue un karma en toda regla.
Desde luego. Para empezar, al llegar a Delhi me pasé horas metido en un taxi con las maletas mientras mi grupo de amigos trataba de sacar dinero de algún cajero para pagar el billete a Katmandú. Al taxi se acercaban mendigos, niños y otra gente en estado lamentable. Me sentía fatal.
Luego vino la odisea de buscar hotel. Cuente, cuente.
No me gusta alojarme en hoteles suntuosos cuando voy a países pobres, así que nos dirigimos a uno llamado Nirulas, pero no había habitación. Junto a él estaba otro muy cutre, con un aspecto terrible, así que el taxista se ofreció a llevarnos a un tercero que te aseguro que era de alterne, horroroso. Vuelta al segundo, donde pasé la noche vestido, sin poder ducharme y pensando que ni en mis inicios había dormido en un sitio tan miserable.
Su alma se estaba limpiando, hermano. ¿Llegó a Katmandú?
Sí, a bordo de un avión de hélice. Pensaba, muerto de miedo: "Si esto se cae en el Himalaya no nos encuentra ni Dios". Pero llegamos y enseguida sentí que Katmandú me enganchaba. Esa luz, las casitas, la sonrisa de la gente.
Hasta que tocó calzarse las botas para el trekking.
Eso. Fueron cinco horas andando tras el guía, que iba en chanclas. Y yo no paraba de pensar: "Creo que me he equivocado. Éstas no son las vacaciones que quería". Llegamos al refugio de noche, y al amanecer me pareció que estaba en el cielo. Tenía el Himalaya en las narices, lucía un sol maravilloso y el paisaje era tan bello que me salió una sonrisa enorme y se me quitaron los males. Cada día conocíamos gente, y recuerdo un grupo con el que hicimos baile y mimo. No nos querían dejar marchar.
Pero llegó la hora del regreso...
Sí, pero la agencia no había previsto el transporte de vuelta. Conseguimos montar en una guagua atiborrada de gente, compartiendo el portaequipajes con las gallinas. Íbamos a perder el avión, así que al conductor no se le ocurrió otra cosa que quitar piedras quitamiedos de la carretera y atajar. ¡Qué pánico!
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