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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Sexualmente sanos

A pesar de su presencia en el catálogo de novedades de 2004, entre teorías de género, estudios culturales y manuales prácticos escritos por locutores de televisión o columnistas de revistas de modas, un libro titulado Historia de las orgías puede muy bien ser de otra época. Éste, por ejemplo, es de 1958. Su autor no había leído la Historia de la sexualidad ni sabía lo que era el posestructuralismo; tampoco creo que fuera capaz de prever que en una televisión pública, bajo un gobierno conservador, le acabarían enseñando a localizar el punto G. Sobre esta última consecuencia volveremos más adelante; pero ahora hay que señalar que el autor no era tampoco médico ni sexólogo, sino hijo de la literatura. Sus padres, Ralph y Frances Partridge, adeptos del grupo de Bloomsbury, formaron parte del prolijo ménage de la casita de Ham Spray, junto con Dora Carrington, Lytton Strachey y Gerald Brenan. Él se crió ahí, en "la preciosa campiña", según nos dice su viuda en un epílogo; pero también en colegios privados y en Oxford. Un editor amigo le animó a escribir el libro de las orgías, y salvó así su negocio. A los 23 años, Burgo Partridge era autor de un best seller y tenía un amigo agradecido; a los 28, moría de un infarto.

HISTORIA DE LAS ORGÍAS

Burgo Partridge

Traducción de Ersi Samará

Ediciones B. Barcelona, 2004

215 páginas. 16,50 euros

Dice la viuda que el estilo del libro es "preciso, adecuado e interesante" y que manifiesta "un entusiasmo jovial y distendido por su tema", no importunado por "la mojigatería de su época". Así que, cuando, al citar un pasaje de las Memorias de Casanova, el autor nos recuerda que "en el original aparecen pormenores que no conviene reproducir aquí", hay que pensar que no es por servidumbre a la Ley entonces vigente de Publicaciones Obscenas. Ni, en realidad, por "mojigatería" personal. Partridge tiene su propia idea de las orgías, sus reparos y sus predilecciones, y Casanova, con "su interés clínico, casi morboso, por los detalles de la copulación", sencillamente no le gusta. Tampoco le gustan Sade ni los romanos. Ni los "papas ateos" del Renacimiento, era de "la crueldad y el asesinato". Detesta la violencia y la imposición no sólo en los orgiastas sino en sus perseguidores: los "déspotas neuróticos" de la Edad Media, las "repugnantes normas" de los calvinistas, la "pantomima esquizofrénica" de la doble moral victoriana. Muestra, en cambio, una gran simpatía por los antiguos griegos, por su manera de "conciliar la entrega al alcohol, la danza y la copulación con sentimientos de devoción", lo cual no supone, recalca, una "aceptación natural del sexo", que es el objetivo a alcanzar en 1958; pero al menos esos estados de "teolepsia" y esa atribución de todos los desmanes a un acto de posesión divina suponen una bonita "idealización". Cualquier otra propensión al misticismo sexual como el sadomasoquismo "emana de una idea equivocada". Pero que alguien, ya sea por "ingenuidad" o "inocencia" (los griegos) o por empeño en construirse un refugio "a salvo de los científicos" (el mago sexual Aleister Crowley), se entretenga en "pequeñas supersticiones" le parece digno de aprecio. Ahí está la abadía gótica de sir Francis Dashwood, cuyas monjas se reclutaban "en los lupanares de Londres" y en cuyo refectorio se servía soupe de sante y estofado de león.

Sin embargo, estas veleidades litúrgicas no son lo más actual del libro. He dicho antes que Partridge no era un médico ni un sexólogo, pero algunos de los términos entrecomillados sugieren que en 1958 la apropiación decimonónica de la sexualidad por parte de las ciencias de la salud estaba en pleno vigor. De hecho, "sano" y "salud" son conceptos muy presentes en el libro, así como sus contrarios: "enfermizo", "dañino", incluso "anormal". El respeto del autor por los doctores es evidente: puede citar con sorna a Marañón y su teoría de que Tiberio, por ser "alto y zurdo", presentaba "síntomas conocidos de timidez o impotencia"; pero apela sin rubor a un tal doctor Neustatter para revelar que "a la edad de cinco años muchos exhibicionistas ya experimentan intensas sensaciones sexuales". De Freud especialmente, al que ya no necesita ni nombrar, obtiene toda una artillería terminológica con la que fustigar a la "hermandad de psiconeuróticos", una pertinaz asociación formada tanto por autoridades represoras como por "rebeldes" irredentos que, perdiendo de vista la función social y psicológica de la orgía como "válvula de escape", se recrean en el aislamiento y en el "deseo de morir". El ataque es, por supuesto, bienintencionado, porque lo guía la idea de que la salud está incondicionalmente asociada a la felicidad, de que un enfermo de continencia o de exceso siempre será un desdichado. En 2004, parece que la idea está afianzada: un libro titulado El arte de la felación se halla ya clasificado en el ISBN en la materia "Higiene. Sanidad privada"; otro, Técnicas de masturbación para el hombre, comparte esa categoría y además "Ética. Moral". No sé qué tendrá la felación para no ser ética como la masturbación masculina (¿será un lapsus?), pero el caso es que la conspiración entre la higiene y la moral ha ido, desde 1958, imparablemente, rindiendo frutos. Hoy se observa incluso una actitud algo apremiante, como si, en aras de la salud y la felicidad, fuera obligatoria una vida sexual experimentada, técnica y hasta un poquito escandalosa. Y como por otra parte el derecho a la salud es ante todo derecho a ser curado, y de ninguna manera derecho a estar enfermo, no han dejado de cosecharse, como antes, aberraciones: las que han ido cayendo por el camino, felizmente ganadas para el bando de la salud (véase la homosexualidad), han dejado espacio para otras que aún hay que asimilar o, si se tercia, que corregir.

La crítica de la medicalización de la sexualidad ha tenido rigurosos e inspirados defensores que han denunciado a los sanos por existir a costa de los enfermos. Pero incluso estos filósofos no han querido, al expulsar la sexualidad del campo de la salud, aprovechar la ocasión para expulsarla también del de la ética. De hecho han ahondado en este terreno para trazar arduos caminos de perfección. Didier Eribon, en un reciente ensayo titulado Una moral de lo minoritario, propone el caso de Jean Genet, el perfecto abyecto, como un ejemplo, harto exigente, de ascesis. En eso sigue a Foucault, naturalmente, para quien en materia de sexualidad nunca se es, sino que se llega a ser, y para llegar a ser hay que trabajar como un condenado. La investigación y creación de nuevos placeres -lo que Partridge precisamente deplora en Sade- era para Foucault una máxima de vida: a él se atribuye la declaración de que "la única aportación del siglo XX al armamentarium sexual es el fistfucking", lo cual deja a bastante gente en la poco ética posición de no haber nunca contribuido en nada, de no haber nunca "llegado a ser".

Burgo Partridge, tan partidario de la "válvula de escape", probablemente no imaginara en 1958 que en 2004 podría alguien llegar a preguntarse, por decirlo con una expresión de teleserie, cómo soportar tanta presión. Una presión, ahora, ética y sanitaria. Más curioso resulta que en 1958 no hubiera vuelto los ojos a 1930, a su ascendencia de Bloomsbury, y a estas palabras de Virginia Woolf: "En la salud hay que mantener la grata ilusión y renovar los esfuerzos: de comunicar, de civilizar, de compartir, de cultivar el desierto, de educar al nativo, de trabajar codo con codo de día y de divertirse por la noche. En la enfermedad este espejismo desaparece".

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