Reina mía
Rosa se encontraba en una isla del sur de Turquía, adonde había acudido invitada por un amigo, muy rico por cierto, para realizar un relajante viaje en barco. Durante aquellas vacaciones pudo observar a una mujer que se paseaba, envuelta en harapos, entre viejas ruinas. Era como si la mente de aquella persona se hubiera extraviado, como si caminara sin memoria de nada; imagen ésta que animó a Rosa a inventarle un pasado, a colocarle una vida entera... En principio la intención no fue otra que regalarle a aquel amigo millonario algo que no se pudiera comprar, y un cuento escrito a propósito de esa experiencia prometía ser el mejor obsequio. Así surgió Azul, desde un humilde propósito que acabó convirtiéndose en toda una novela galardonada, en 1994, con el Premio Nadal, obra que la daría a conocer como creadora al gran público y que provocó nuestro encuentro, el de Rosa y yo, ese mismo año, en la feria del libro de Alicante. Pero detrás de aquella debutante sexagenaria había una larga historia por descubrir -la suya- que me fascinó desde el comienzo. Era, sin duda, una mujer activa, inquieta, inconformista y apasionada. Había nacido en Barcelona en 1933, donde estudió y se licenció en Filosofía. En 1970 fundó y dirigió las editoriales La Gaya Ciencia y Bausán, además de las revistas Arquitectura Bis y Cuadernos de la Gaya Ciencia. En la siguiente década, de 1983 a 1994, dio un giro a su vida, se deshizo del negocio editorial y se dedicó a las labores de traductora para las Naciones Unidas en Ginebra, Nueva York, Nairobi, Washington y París, pasando a dirigir, entre los años 1994 y 1998 el Ateneo Americano en la Casa de América en Madrid. En el camino, había tenido y criado cinco hijos. En el 2001 ganó el Planeta con La canción de Dorotea. Hoy mismo ha sido nombrada directora de la Biblioteca Nacional y mucho me temo que lo hará bien. Se llama Rosa Regás y, aunque es abuela por los cuatro costados, le sigo llamando reina, no por nada, sino porque a sus 71 años es la criatura más combativa y rebelde que conozco, porque no tolera la injusticia y convierte en buen juicio cuanto toca. Admirarla no es mérito sino pura consecuencia.
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