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Columna
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El honor perdido

Del The New Yorker -gracias sean dadas a nuestro admirable colega Seymour Hersh- en adelante hemos sido informados del espanto de las torturas y humillaciones infligidas en las prisiones de Irak por fuerzas a las órdenes de los Gobiernos de Estados Unidos y del Reino Unido. Ahora sabemos que los informes del Comité Internacional de la Cruz Roja y de otras organizaciones sobre estos horrores fueron comunicados a las autoridades pertinentes al menos en el último trimestre del año pasado, pero sólo tras su reciente conocimiento por el público a través de los medios de comunicación han venido las insuficientes excusas del presidente George Bush y del secretario de Defensa, Ronald Rumsfeld, mientras se apoderaba de todos un profundo sentimiento de vergüenza y deshonor.

Se lee en el artículo primero de la Cartilla del Guardia Civil de 20 de diciembre de 1845 que "el honor ha de ser la principal divisa del Guardia Civil; debe por consiguiente conservarlo sin mancha. Una vez perdido no se recobra jamás". Establecen con mayor autoridad en una versión actualizada de preceptos seculares las Reales Ordenanzas en su artículo siete que "las Fuerzas Armadas ajustarán su conducta, en paz y en guerra, al respeto de la persona, al bien común y al derecho de gentes" y que "la consideración y aun la honra del enemigo vencido son compatibles con la dureza de la guerra y están dentro de la mejor tradición española". Dígasenos, entonces, señores promotores de la presencia de nuestras tropas en Irak, qué tienen estos principios que ver con lo que ahora sabemos de las prisiones de ese país.

Vendrán enseguida los especialistas en añadir precisiones, de esas que añaden confusión en lugar de esclarecimientos, que los implicados son de tal o cual unidad, que son reservistas de la Guardia Nacional o personal contratado de empresas privadas de seguridad en línea con el outsourcing, nueva panacea para el ahorro y la eficiencia. Pero la responsabilidad sobre la integridad de los internos de un establecimiento penitenciario es indelegable y los mandos, de Bremer en Bagdad hasta Rumsfeld en el Pentágono, conocían la barbarie e incluso la tenían pautada en un prontuario graduado de normas de aplicación redactado para la avanzadilla de Guantánamo.

Vendrán también las invocaciones a la obediencia debida, pero desde los juicios de Núremberg en adelante los Ejércitos de todos los países civilizados tienen incorporada una severa limitación a la mera mecánica de la disciplina ciega, de forma que -véase por ejemplo el artículo 34 de nuestras Reales Ordenanzas- "cuando las órdenes recibidas entrañen la ejecución de actos que manifiestamente sean contrarios a las leyes y usos de la guerra o constituyan delito, en particular contra la Constitución, ningún militar estará obligado a obedecerlas" y que el militar en cuestión "en todo caso asumirá la grave responsabilidad de su acción u omisión".

Dice nuestra Constitución al respecto, en su artículo 15, que "todos tienen derecho a la vida y a la integridad física y moral, sin que, en ningún caso, puedan ser sometidos a tortura ni a penas o tratos inhumanos o degradantes", y en ese sentido el artículo 7 del pacto internacional de Derechos Civiles y Políticos, hecho en Nueva York el 19 de diciembre de 1966 y firmado por EE UU, Reino Unido y España entre otros muchos países, señala que "nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes".

El asunto de las torturas y abyecciones practicadas con los detenidos en las prisiones iraquíes bajo custodia de americanos y británicos permite comprobar una vez más nuestra teoría de la mecánica cuántica informativa según la cual ningún hecho permanece igual a sí mismo después de haber sido difundido como noticia. Pero además las fotografías que ilustran las noticias nos obligan a una reflexión adicional. ¿Cómo es posible que los autores de semejantes horrores hayan posado ante la cámara en la actitud orgullosa o lúdica de quien alcanza un trofeo? ¿En qué nivel de depravación y de inversión moral compartida se encontraban quienes así se retrataban? ¿Existen imágenes comparables además de las que nos han llegado del holocausto? ¿Qué pensaban los protagonistas merecer de la patria a la que servían por ese comportamiento?

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Por eso, quienes tuvimos tropas en Irak debemos exigir la dimisión inmediata de Rumsfeld y su entrega a los tribunales junto con todos aquellos subordinados suyos de la cadena de mando y de los meros ejecutores que han traicionado su misión más sagrada y nos han sumido en el deshonor. Entre tanto esperamos saber si nuestro ex Aznar ha llamado al amigo Bush para avergonzarse de estas barbaries.

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