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Columna
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Abolición

La semana pasada la Asociación para la Prevención, Reinserción y Atención de la Mujer (APRAM) celebró en Almería unas jornadas sobre prostitución. Una de las participantes fue la abogada Gunilla Ekberg, asesora del gobierno sueco para este asunto. Desde 1987 Suecia penaliza con multas y penas de hasta seis meses de prisión a quienes contratan -pero no a quienes venden- servicios sexuales, una medida que los gobiernos de Finlandia, Estonia, Letonia, Lituania y México quieren implantar en sus respectivos países. La APRAM, partidaria de la abolición de la prostitución, considera que el modelo sueco, aunque de difícil implantación, sería deseable en España.

Frente a esta postura se sitúan quienes ven en la prostitución una relación comercial como otra cualquiera. Es cierto que muchas prostitutas no harían lo que hacen si pudieran evitarlo; pero lo mismo les sucede a las miles de personas que ejercen todos los días trabajos embrutecedores, en ocasiones humillantes, y casi siempre mal pagados. Lo que tiene que hacer el Estado, dicen, es reconocer los derechos laborales de estas trabajadoras.

Para desbrozar un asunto tan complicado habría que distinguir entre dos tipos de prostitución. Hay una prostitución de clase alta, ejercida por personas sin urgencias básicas, que están dispuestas a complacer las apetencias sexuales de otras a cambio de dinero. Generalmente de bastante dinero. No veo yo por qué la ley debe entrometerse en este tipo de transacciones, si no es para equipararlas a cualquier otro intercambio comercial, amparando los derechos del vendedor y del comprador.

Junto a esta hay otra prostitución. La generada por la pobreza y la marginación. En Almería el 98% de las prostitutas son inmigrantes. La Guardia Civil libera todos los días a ciudadanas rusas o subsaharianas que son obligadas a ejercer bajo coacción. Todos los días veo bajo el puente de entrada al barrio almeriense de El Puche a la misma mujer delgada y enfermiza que ofrece sus servicios calzada con unas zapatillas rosas de andar por casa. Pero ni siquiera en estos casos considero que se deba ir contra la prostitución. Contra lo que hay que luchar es contra la pobreza, que es la causa de este y de casi todos los males. Se necesitan políticas eficaces que eviten el renacimiento de la esclavitud y el tráfico de seres humanos, sean éstos utilizados para la prostitución o para la confección de ropa en sótanos insalubres. Se necesita más inversión en políticas sociales (lo que significa, ojo, aumentar los impuestos) para que esa muchacha a la que veo todos los días bajo el puente de El Puche pueda ganar dinero de otro modo si así lo desea.

Y al mismo tiempo hay que mejorar las condiciones laborales de la prostitución, porque de lo que se trata es de poder elegir entre ejercer el oficio o retirarse. Y quien decida retirarse que reciba formación, que pueda entrar en la base de datos de una desinteresada empresa de trabajo temporal, firmar un contrato por un par de meses con una compañía respetable, ganar una miseria y entramparse de por vida con una hipoteca para pagar un pisito minúsculo donde vivir una vida digna y ser feliz.

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