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Columna
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Viajeros del tiempo

Durante toda mi infancia y adolescencia mi vida estuvo marcada por el ferrocarril. Incluso ahora, y por pura casualidad, vivo junto a la estación de Príncipe Pío, de la que hasta hace poco podía contemplar, sólo con asomarme a la ventana, su espléndida marquesina de hierro trenzado y el gran reloj que le daba pulso. Digo hasta hace poco porque la fachada la están recubriendo de cristal, el material estrella de estos tiempos de reflejos y apariencias, y porque medio la ocultan las faraónicas obras de un centro cultural y de ocio como tantos que no merece competir ni mucho menos ocultar la marquesina. Espero que quede algo sano de esta construcción, que para mí tenía el añadido especial de que, cuando se llamaba estación del Norte, en ella trabajó mi padre.

No sé si los actuales ferroviarios estarán de acuerdo conmigo si digo que lo que hacía mi padre no era sólo un trabajo, sino un estilo de vida, y aunque las familias nos resistiésemos, vivíamos inmersas en el mundo del tren, algo así como los toreros en el mundo del toro. Yo, particularmente, consumí tanto tren desde que nací que su olor se me ha quedado en los pulmones como el polvo a los mineros, se me han quedado los paisajes en la vista, el traqueteo en el ánimo. Con la cara pegada a la ventanilla, la realidad me mostraba de forma empírica que todo pasa, que todo se pierde y también que unos pinos a lo lejos o una luz solitaria en la inmensidad del campo nocturno o el atardecer son visiones maravillosas.

Llegada a este punto, ya no puedo resistirme a contar que viví de niña en una de esas estaciones por las que vamos y venimos siempre de paso y con prisa. Mi padre era el jefe de estación, y la estación era de ladrillo rojo, y como ocurre en estos casos, el jefe y su familia habitábamos el piso superior, en el inferior estaban las oficinas y otros empleados. Se trataba de una estación intermedia entre dos poblaciones, así que vivíamos aparentemente aislados; entre todos formábamos un mundo con el que se topaban de pasada los que se dirigían a alguna parte. Veíamos sus caras por las ventanillas, a veces bajaban a estirar las piernas y luego, en la mayoría de los casos, se iban para siempre. Conocíamos los trenes por su sonido. El Rápido, un mercancías, el Correo. También conocíamos a los maquinistas, a los revisores y a los inspectores. Mi padre caminaba por el andén con la gorra puesta y un banderín rojo enrollado bajo el brazo hasta que daba la salida. Algún día escribiré sobre esa gorra en profundidad, algún día tal vez escriba sobre lo que es vivir en una estación de tren mientras la vida va y viene ante los ojos sobre raíles brillantes. Escribiré sobre las traviesas manchadas de grasa y la grava que se amontona a los lados de las vías. Si no lo he hecho ya es porque existe una novelita extraordinaria llamada Trenes rigurosamente vigilados, de Bohumil Hrabal, que con leves variantes podría ser aquella estación de mi infancia, con la misma jerarquía de jefe, factor... y un edificio en medio de la nada. Ahora que lo pienso, si nos fijamos bien, todas las estaciones de ferrocarril del mundo, aunque enclavadas en la ciudad, dan la impresión de estar en medio de la nada, de ser islas. Todas las estaciones se parecen y todos los jefes de estación y los revisores, también los viajeros y quienes merodean por sus inmediaciones. La tecnología del tren cambia y las estaciones quieren parecer aeropuertos, con grandes paneles luminosos y suelos lo más brillantes posible, pero continúan teniendo ese olor especial que las hace intemporales y de todos. Seguramente por eso ningún libro que haya leído me ha recordado tanto mi infancia como la novela de Hrabal, que transcurre en otro país, Checoslovaquia, y en otro tiempo, la II Guerra Mundial, con otras costumbres y otro clima, y, sin embargo, hasta su frío me es familiar.

Se me ocurre que todos somos viajeros del tiempo y que a veces casualmente nos cruzamos y nos reconocemos como yo en esa novela. Así me pareció el otro día cuando iba a coger el Alaris para Valencia en la estación de Atocha y vi a un jefe de estación caminando de espalda por el andén con una gorra y un banderín idénticos a los de mi padre joven. Sin embargo, el 11-M unos fanáticos sanguinarios mostraron de manera empírica que no todo tiene que ir quedando poco a poco atrás para perderlo, sino que puede ser roto ante nuestros ojos aterrados e indefensos, como si el viaje se hubiese detenido. Lo que no saben es que nos queda la memoria y con ella las visiones maravillosas.

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