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Artes y cultura como vanguardia de la sociedad

Las dos últimas décadas han estado presididas por la economía como dimensión principal de la realidad y como paradigma ideológico dominante -producir riquezas y apropiárselas- de nuestras vidas individuales y de nuestro acontecer colectivo: extra economía, nulla salus. Hoy, el agotamiento del milagro financiero -su capacidad para convertir en beneficios la transformación de los procesos económicos reales en operaciones monetarias y especulativas-, la regresión social, la impotencia de las nuevas tecnologías para generar un desarrollo sostenible, el aumento de la desigualdad, el desprestigio de la política, los estragos de la miseria, la persistencia de las guerras, han puesto fin a ese paradigma, cuestionando la dominación de sus poderes y volviendo a situar a la cultura en primera línea.

Pero la interesada generalización de la presencia de lo cultural y de sus usos, su instrumentalización política cada vez más sistemática, su conversión en mercancía a manos de las multinacionales, su utilización como recurso turístico, la banalización de sus contenidos reducidos a diversión y espectáculo, han menguado considerablemente su capacidad de cohesión, su potencia transformadora. El malogro de la cultura ha sido consecuencia de sus perversiones y de sus éxitos, por lo que hay que refundarla anclándola en sus raíces más infalsificables, las de las Artes, cuya expresión capital es la creación, de la que tan necesitados andamos. Si la insignificancia y la homogeneización son los agujeros por los que se nos está yendo la sustancia de nuestras vidas, hemos de oponerles los antónimos capaces de obturarlos: la creación y la diversidad. Propósitos necesarios y comunes al quehacer de las Artes / Cultura y a la reconstrucción de nuestras sociedades.

Por eso no es irrelevante la disputa sobre la denominación de "excepción" o "diversidad" referida a la cultura. Claro que es una cuestión de palabras, pero en un territorio simbólico, y el de las Artes / Cultura lo es por antonomasia, todo es cuestión de palabras. Las cosas son lo que se las llama. Cuando a principios de los años 1990, en plena borrasca mundializadora, el imperialismo liberal y el furor desregulador amenazaban con la mercantilización globalizadora de todos los aspectos de lo real, y cuando las grandes organizaciones económicas internacionales, en particular el GATT, pretendían someter el comercio de los servicios, y de modo especial los culturales y comunicativos, a un puro intercambio de mercaderías, Francia, que es en Europa el país que tiene una política cultural más coherente, reaccionó con energía y estableció un dispositivo y un argumentario al que designó con la expresión jurídica poco feliz de "excepción cultural". Es decir, que exceptuaba a ese tipo de productos y de servicios de la desregulación comercial internacional: cine, radio, televisión, grabaciones sonoras, bibliotecas, archivos, museos y otras actividades culturales conexas continuaban, por tanto, rigiéndose por sus respectivas legislaciones nacionales, lo que les permitía preservar sus sistemas de promoción y ayuda.

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Francia, al asumir y defender esa posición, no hizo más que seguir con fidelidad su propia tradición histórico-cultural, con la que se identificaron tanto los ministros de Cultura de la izquierda -Jacques Lang, de modo principal, pero también Catherine Trautman- como los de la derecha -François Léotard y Jacques Toubon-. La historia de esta resistencia ha sido presentada con gran brillantez por Jacques Rigaux en su libro L'exception culturelle -Grasset, 1995-, quien muestra cómo Francia logró arrastrar a otros países y acabó ganando la batalla en la Comunidad / Unión Europea. La victoria pudo también extenderse, gracias a la cláusula de la nación más favorecida, a las relaciones culturales de los países de la Unión con los Estados no miembros, con los que se consiguió mantener un trato privilegiado. Este triunfo permitió confirmar y reforzar los programas y fondos de ayuda ya existentes, como MEDIA en la Comisión Europea, y Eurimages en el Consejo de Europa, y proteger, en bastante medida, los intereses culturales en la renovación de la Directiva Televisión sin Fronteras de la primera y en el Convenio Televisión Transfronteras del segundo. Es más, la resistencia en el campo de la cultura y la movilización de los agentes culturales fueron decisivas para que, cuando la Organización Mundial de Comercio (OMC), sucesora del GATT, intentó imponer el Acuerdo Multilateral de Inversiones (AMI), que suponía una liberalización completa de todos los ámbitos, el AMI pudiera rechazarse en base a la defensa de la pluralidad de las identidades nacionales y al derecho a existir de todas las culturas del mundo.

Fue una batalla larga y difícil que viví durante seis años como consejero del entonces comisario responsable del sector, el español Marcelino Oreja, en la que hubo que buscar un marco teórico-político general en el que pudiera encuadrarse el dispositivo de la excepción cultural. De ahí nació la doctrina de la diversidad cultural, entendida como soporte de la construcción europea -la cultura europea es lo que tienen en común las diversas culturas de Europa que son su base- y como trinchera defensiva frente a la uniformización propia de la cultura de masa promovida y producida por las grandes industrias culturales y por sus omnipotentes sistemas de distribución y comercialización. A la excepción cultural se opusieron los países no comunitarios, alegando que de aceptarla habría que prever tantas excepciones culturales, y también educativas, como miembros contaban las Naciones Unidas, pero acabaron admitiendo que, si querían existir culturalmente, necesitaban disponer de un corpus doctrinal -que llamamos pluralismo de las culturas / diversidad cultural- y de un conjunto de mecanismos -que forman la excepción cultural- compuesto por un sistema de protección y por medidas de promoción y de ayuda que asegurasen su persistencia. Contó, desde el primer momento, con el antagonismo del liberalismo radical y sobre todo de la política comercial de los EE UU, extendida a su política cultural exterior, cuyo propósito era hacer del american way of life la cultura común del mundo. Propósito en el que siguen. En un número de esta semana de The New York Times, Alan Riding nos asegura que los viejos y los nuevos países europeos (entiéndase los occidentales y los de la Europa central y oriental) necesitan una cultura común que los una, que sólo puede ser, y lo es ya, la cultura popular norteamericana.

Ahora bien, esta voluntad política militante se enmarca en la lógica industrial de la producción de masa y en la lógica económica de la concentración empresarial que reducen drásticamente el espectro de la pluralidad y llevan a la monotonía de lo igual, al conformismo de lo unánime, a la falsa neutralidad de lo único; en todos los campos, también en el de la cultura. Pensamiento único, poderes únicos, cultura única. Estamos en el imperio y en él la resistencia comienza por la cultura, y en ella, por la diversidad. Que sólo cobra pleno sentido en una política cultural de la que la creación es su columna vertebral. Por eso no he entendido nunca las reticencias a cualquier política de la cultura por parte de personas tan adictas a la opción de progreso como Gabriel García Márquez, Umberto Eco y una parte de la izquierda real de la que me siento más próximo.

Por eso llevo casi treinta años desmontando las descalificaciones de que es habitualmente objeto: ser una práctica de manipulación y adoctrinamiento de los ciudadanos, fomentar la partitocracia y el amiguismo en la atribución de los recursos disponibles; encorsetar la espontaneidad artística a fuer de las rigideces burocráticas; someter la libertad del creador a los imperativos políticos; aunar el derroche a la ineficacia. Vicios y perversiones que pueden intervenir, pero no necesariamente, ni tampoco más en el sector cultural que en cualquier otro sector gubernativo. La política cultural, que no es más que la asignación de determinados recursos a la consecución de determinados objetivos, fijados unos y otros democráticamente -por el programa electoral triunfante y por el presupuesto votado mayoritariamente-, no tiene que entrar ni en contenidos culturales ni en decisiones concretas, y para ser eficaz debe funcionar en el marco de un paradigma, resultado de la interacción del Zeitgeist y las fuerzas político-sociales dominantes.

En la década de los cuarenta del siglo XX ese paradigma fue la protección del patrimonio artístico cultural, fragilizado por la última contienda mundial; en los años cincuenta consistió en la democratización de la cultura que se proponía facilitar el acceso del conjunto de los ciudadanos a las creaciones artísticas y estéticas; en los movidos sesenta (Mayo del 68), la democracia cultural pretendía privilegiar la actividad artística de todos frente a la brillantez productiva de unos pocos, la calidad del disfrute frente a la generalización del consumo, la perspectiva antropológica y el autocumplimiento de los individuos frente a la cuantía y a la importancia de las obras. En la década de los setenta y ochenta, la referencia fue el desarrollo cultural, transposición al campo de la cultura de la prevalencia de la categoría desarrollo en todos los ámbitos de la realidad, en particular en el económico y el social, con sus principales adjetivaciones, humano, endógeno, sostenible; y finalmente, la identidad cultural como polo organizador de los componentes esenciales de una comunidad y garante de sus posibilidades de cambio sin desintegración. Paradigmas que no constituyen una secuencia rígida y cerrada, sino que persisten y se entrecruzan, se suceden y conviven formando un espectro abierto y plural en el que, según momentos y contextos, aparecen las constelaciones dominantes que acabo de señalar.

Hoy, el paradigma principal es, por las razones antes apuntadas, el de la pluralidad / diversidad, articulada en torno de la creación y de su medio natural, las Artes. Por eso es confortador ver manifestarse en dos países determinantes para el mundo de la cultura -España y Francia- una tan decidida voluntad política en su favor. La primera presentación del ministro francés de la Cultura, Jean-Jacques Aillagon, en agosto de 2002, de su programa de Gobierno tenía como divisa La diversidad cultural, una ambición francesa, y la primera declaración de su sucesor, Renaud Donnedieu de Vabres, hace unos días, ha sido para insistir en la trascendencia de la diversidad cultural en el ámbito internacional y mundial. En España, Carmen Calvo, nueva ministra de Cultura, ha comenzado de manera pragmática por el dispositivo esencial de la excepción cultural, pero inscribiéndolo obviamente en la lucha a favor de la pluralidad de las culturas y de la creación cultural. Esa convergencia puede ser decisiva para promover en Europa la aparición de una fuerza político-cultural que consolide los sistemas de ayuda, complete y coordine los dispositivos de información existentes y monte por fin estructuras de distribución en todos los campos de las Artes, en particular en el cine -esa major europea-, con la que llevamos tantos años soñando. Fuerza que cuenta ya desde ahora con la voluntad de innovación, con el impulso movilizador de segmentos importantes de la vida cultural, los intermitentes en Francia, la Academia del Cine y los comités de actores y directores en España, para los que la plenitud de su trabajo y la defensa de su profesión es inseparable de la transformación de la sociedad.

José Vidal-Beneyto es catedrático de la Universidad Complutense y editor de Hacia una sociedad civil global (Taurus).

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