Sólo nos queda Morientes
Veníamos de Riazor podridos de taquicardia, con medio corazón alquilado y la otra mitad en venta, cuando Morientes reapareció ante el Chelsea con su camiseta interina y su flequillo rural.
La separación de estos meses había eliminado de nuestra memoria esa percepción de lo excesivamente próximo que hace de todo convecino una lánguida figura rutinaria. Olvidados los conflictos de comunidad y las fricciones de escalera, Fernando, el 10 del Mónaco, representaba a uno de esos emigrantes de vuelta que provocan en nosotros un reflejo de culpa. A ver: ¿por qué demonios no valorábamos en su día a un tipo tan estupendo? Hoy, vestido de forastero pero despojado de su desazón de eterno candidato, tan alto, tan fornido y tan desenvuelto, se había convertido en uno de esos deportistas de catálogo a quienes podríamos fichar indistintamente por su planta, sus números o su mirada ganadora.
Una vez más, la ausencia obraba un misterioso efecto terapéutico. En solo medio año, la distancia que se mide en días y leguas le había dado el magnetismo que nunca apreciamos en los compañeros de patio. Según su pasaporte, seguía siendo el mismo Fernando Morientes Sánchez, natural de Cilleros, provincia de Cáceres, y recriado en Sonseca, provincia de Toledo, de casi metro noventa de estatura y ochenta kilos de peso, hijo de uno de aquellos herméticos guardias civiles que se ponían el tricornio más por necesidad que por pasión militar. Y, sin embargo, no demostraba aquel muermo de lo déjà vu que tanto le afligía en el Real Madrid.
¿Qué nos pasó con él? ¿Por qué nos empeñábamos en considerarlo un torpe compulsivo? ¿Por qué olvidábamos tan rápidamente sus jugadas de ariete clásico? ¿Qué nos ocurría con aquel tic-tac, control y tiro, que era el sueño de los entrenadores? ¿Por qué hicimos de sus fallos una causa y de sus mejores jugadas una costumbre? ¿Es que no nos entregó todas las credenciales que podemos exigirle a un campeón?
Cierto día pinchó en Salamanca una pelota resbaladiza como una trucha a la altura de su propia cabeza; luego trucó el reloj y esperó acontecimientos. En ese punto de exaltación eléctrica que comparten las liebres y los malabaristas, la vio desdoblarse, replicarse y bajar por una línea de puntos que finalmente se transformó en una línea de balones. Así, con el tiempo dominado, eligió el que más le convenía, compuso la figura, montó la volea y marcó el gol de la temporada. ¿Cómo es posible que a aquel futbolista de purasangre le borrásemos la cara y el dorsal? ¿Y cómo podemos pedirle hoy que sea indulgente con nuestras omisiones?
Acéptanos, muchacho, un reconocimiento tardío. Vuelve con la copa y déjanos brindar con ella. A tu salud, Fernando.
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