La pausa 'mironiana' de Maragall
Los presidentes de la Generalitat tienen derecho a los privilegios de los niños. Ayer, a las diez de la mañana, cuando el Centro Georges Pompidou está aún cerrado para el resto de los mortales, una serie de grupos de niños y el presidente Maragall pudieron acceder al espacio reservado en la sexta planta a la exposición Miró, 1917- 1934, la naissance du monde. Los críos, disciplinados, se sentaban en el suelo y escuchaban las explicaciones de los monitores que les guiaban en su visita. "Han puesto en un apuro al profesor cuando le han interrogado sobre las líneas horizontales que debieran dividir el espacio de la tela", comenta Pasqual Maragall mientras contempla los maravillosos cuadros de juventud de Miró, paisajes de Prades, Mont-roig y Ciurana.
Maragall comparte con escolares franceses el privilegio de contemplar la exposición de Joan Miró en el Georges Pompidou
Agnès de la Beaumelle, la comisaria de la exposición, es la cicerone del presidente. Es una mujer inteligente y sensible, enamorada del pintor pero que se siente un poco incómoda al tener que evocar verbalmente la sexualidad explosiva y entusiasta de Miró. Los falos en erección, vaginas abiertas y pechos derramando leche de Pastorale, una obra de 1924, no admiten digresiones sobre el talento de colorista del mejor peinado de entre todos los surrealistas. "Cuando iba a clases de dibujo, su profesor, Galí, le enseñó a servirse de las manos, a comprender los objetos que quería pintar a partir de hacérselos acariciar. Miró guardará toda su vida una mirada táctil", dice la ruborizada comisaria ante una de esas telas panteístas y la amabilidad divertida de Maragall.
Un autorretrato del artista, de 1919, revela a la perfección la dualidad complementaria de Miró. La camisa o chaleco, de un rojo intenso, presenta en su lado derecho una textura muy distinta de la que ofrece el izquierdo. "Un lado muestra los surcos del campo, remite a sus raíces en Mont-roig, a su origen catalán, mientras que el resto de la camisa esta construido de manera cubista o constructivista, poniendo de relieve la otra identidad del artista". Y Miró, muy serio, un poco lorquiano, con la clenxa perfectamente marcada, nos mira.
Cuando la visita llega a La ferme (1921-1922) -el título catalán original es La masia- Maragall se transforma a su vez en guía. "Miró se pasó tiempo llevando el cuadro de un lado a otro, intentando venderlo y arruinándose en taxis. Al final se lo acabó regalando a Hemingway a cambio de unas clases de boxeo", recuerda el presidente para, seguidamente, referirse a las difíciles negociaciones que en su día encargó a Carlos Barral para que el cuadro estuviera en una antológica Miró abierta en Barcelona en sus años de alcalde. "Tuve que inaugurar dos veces la exposición porque La masia llegó con retraso. Y no hubo manera de que luego pudiera quedarse en Barcelona".
Agnès de la Beaumelle se sorprende de que Barcelona carezca en sus museos de obra mironiana de juventud. "Sólo hay dibujos, que son muy interesantes, pero porque sirven para explicar una obra mayor". Maragall asiente. "En Madrid tienen tendencia a quedárselo todo en nombre de la capitalidad del Estado. Es algo que han aprendido de París", añade socarrón.
La hija del escultor Gargallo, Pierrette, se suma a la comitiva. El presidente la besa. Está contento de reencontrar a esta anciana menuda y despierta, que habla con claridad y escucha con atención las opiniones de los demás. Pierrette tiene una teoría: "Los grandes artistas de esa época eran pequeños. Mi padre medía poco más de metro sesenta y Picasso y Miró también eran bajitos. Sólo Dalí era alto. Bueno, tampoco mucho". A una pregunta del presidente aclara: "Mi padre conoció bien a Miró. Cuando éste viajó a París por primera vez, en 1920, le acogió en su casa". Madame de la Beaumelle toma buena nota.
Nueva York, Essen, Tokio, Basilea, Washington, París, Colonia, Zúrich, Chicago, Grenoble, Dortmund, Londres, Filadelfia, Milwaukee, Stuttgart y, de vez en cuando, Madrid y Barcelona son el domicilio habitual de la exposición temática que reúne el Pompidou. Los coleccionistas catalanes o del resto de España dejaron pasar su oportunidad. "Una de las obras que presentamos fue propuesta a subasta no hace mucho tiempo, pero no encontró comprador. Salía por el equivalente de 2,5 millones de euros", precisa la comisaria ante el interés de Pasqual Maragall, que se diría que ahora se mira con otros ojos Le piège (La trampa, 1924), una mezcla de óleo y dibujo que presenta a un caballero convertido en verga florida y dispuesto a fertilizar todo cuanto salga a su paso. Los niños, que van desplazándose de un cuadro a otro sin apenas armar alboroto, contemplan el espectáculo imaginado por Miró con una naturalidad absoluta.
Ante las seis variaciones presentadas de un retrato de un payés -pintadas entre 1924 y 1925-, el presidente quiere ser inmortalizado por los fotógrafos. Su versión preferida es la que tienen en Estocolmo, la más estilizada, con un hombre reducido a una fina cruz y la barretina como divertido interrogante rojo. Pero hay que acelerar el paso. El alcalde de Sabadell, Manuel Bustos, que forma parte de la expedición, se interesa por la visita que Maragall quiere hacer a continuación a Valéry Giscard d'Estaing. "¡Claro que hablaremos de su proyecto de Constitución europea! Tiene los defectos propios del jacobinismo francés, pero también las virtudes de su racionalismo". La realidad política pone fin al intervalo poético. El presidente felicita al consejero de Justicia por el modo en que ha resuelto la rebelión de la prisión de Quatre Camins -"dos años atrás, los presos se escapaban"-, y se extiende sobre la desaparición de "las cláusulas de fundamentalismo numantino" impuestas por el PP a la hora de abordar la futura Constitución europea, la guerra en Irak o las relaciones con Marruecos. Miró vuelve a quedarse en el museo.
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